Imprescindible entre los imprescindibles, Pedro Ferrándiz tiene un lugar de honor en la mesa de los pioneros del deporte español. Al lado de Santana, de Ángel Nieto, de Bahamontes y Severiano Ballesteros, la imaginación del entrenador madridista sentó, junto a la de Raimundo Saporta, los cimientos del baloncesto español.
Sin su atrevimiento, el deporte de la canasta no hubiera despegado como lo hizo, pues su ojo clínico descubrió grandes jugadores estadounidenses en su país de origen y nuevas formas de entender el juego sin saber ni una sola palabra de inglés. Sin ningún pudor, presumió siempre de ser el primero en esto y lo otro, pues siempre presumió de sus éxitos sin rubor en público y en privado. Y siempre sus palabras fueron recogidas con simpatía, porque adjuntar dosis de humor e ironía las hizo compatibles con admiración sincera.
De no mediar un carácter privilegiado, su primer viaje a Estados Unidos podría haberse acercado a una película de Martínez Soria. Pero su determinación de levantar el baloncesto en ese lejano y pequeño país europeo mereció el respeto de quienes lo escucharon, y mediando las casualidades terminó en la cena de celebración del All-Star de la NBA en los primeros años 60.
No tenía una idea clara de lo que quería, pero volvió con una joya. Un jugador a la espera de ser apto para la liga profesional que había firmado con los trotamundos de Harlem. Ferrándiz lo convenció con un contrato que llevaba dispuesto desde Madrid para la firma y para que bajara un balón de su habitación y se hiciera unas fotos en un deslumbrante descapotable aparcado en la calle. Sus imágenes con Dwayne Hightower no hubieran desentonado en American Graffitti.
Da idea también de su previsión que pidiera una insignia de oro y brillantes a Saporta, sabedor de que el emblema podría abrirle alguna puerta. El preciado detalle terminó en la solapa del mejor jugador de la época, un sorprendido Bob Cousy, que recibió la distinción en público como un torero al que un japonés desconocido le regalara una espada de samurái tras una tarde triunfal.
Menos pintorescos, pero de mucho más calado fueron los fichajes de Clifford Luyk y Wayne Brabender, hombres imprescindibles en la historia del Real Madrid y de la selección española. Con ellos y con la incipiente cantera de nuestro país, Ferrándiz cristalizó su idea de un baloncesto rápido, de fuerte defensa, contraataque inmediato y de equipos como familias. Un juego veloz de pases e improvisación, con sistemas de juego tan necesarios como elásticos. Desde entonces y hasta el día de hoy, el santo y seña del baloncesto español.
A Ferrándiz le cabe pues, el honor no sólo de haber modernizado el deporte de la canasta, sino de forjar en unas temporadas el estilo arquetípico español que hoy mantiene su esencia. Una visión majestuosa, inimitable, sólo al alcance de un tipo tan original y curioso que presumía de haber dado la vuelta al mundo en cinco ocasiones. Cuando le pregunté si había pagado algo, casi se indignó y me contestó con irritación fingida que “¡Por supuesto que no! Pagando las puede dar cualquiera”. Es decir, también presumía del arte de llevar a cabo todo tipo de actividades sin poner un duro de su bolsillo.
Cierto es que siempre le acompañaron los proyectos ingeniosos, como la asociación mundial de entrenadores y la fundación que llevó su nombre. Durante años, Madrid se convirtió en un foro del deporte mundial, por el que pasaron presidentes de las federaciones nacionales e internacionales, incluso del Comité Olímpico Internacional, amén de deportistas y otros protagonistas del deporte.
Un día como otro cualquiera, Pedro regateó a su destino y la abandonó. Como antes había hecho sin previo aviso con el banquillo del Real Madrid, con su pasión por golf y su colección de botijos. Así era Pedro Ferrándiz, un hombre de chispazos con los que alumbraba lo desconocido – a él pertenecen también el primer proyecto de baloncesto en la calle y la idea de la famosa autocanasta– o con los que los abandonaba, en ocasiones, dejándonos huérfanos de su genio.
Brillante, amable, incluso afectuoso en la intimidad, uno le ha visto hasta moverse al compás de Carlihhos Brown ya cerca de los ochenta. Nada le importó nunca más que lo que tuvo entre manos y sus amistades. Y siempre quiso destacar, provocar, llamar la atención, no ser un habitante anónimo con un trabajo habitual. Consiguió eso y mucho más, pues el baloncesto español será siempre deudor del ingenio de un hombre que no sabía lo que buscaba, más allá de sus deseos, y logró asentar un deporte al que han jugado desde entonces decenas de millones de españoles. Querido Pedro, ahora ya eres inmortal.