Se apareció envuelto en un gabán negro que casi le engullía los pies. Un fular azul celeste le rodeaba el cuello como una serpiente pitón. Quería verle llegar sin que él me viera a mí, así que me escondí a unos metros de la Puerta del Café Gijón. Llevaba muchos años persiguiéndole. Jesús Quintero (San Juan del Puerto, 1940), aquella mañana con sol de invierno, era un cuerpo amurallado.
Todo en él levantaba una armadura. Es como si se estuviera protegiendo de algo. Los libros de Maquiavelo en una mano, la mujer que le sostenía de la otra. Su levedad en el andar, su mirada alucinada de poeta. Jesús, en su hora crepuscular, era un hombre que pedía a gritos la salvación. Un periodista que soñaba con volver y sabía que no podía.
Tardamos tiempo en abrazarnos por fin en persona. Cuando pusimos un pie dentro, lo aclamaban desde todas las mesas como a un resucitado. Él, como en el poema de Celaya, hacía versos con sus tirabuzones. Regalaba a Machado, a Juan Ramón.
"¡Loco, Loco! Diles que te dejen. Tú tienes que estar aquí, en la calle, en los cafés, diles que te dejen libre, que jamás vuelvan a encerrarte", le gritó una señora. Se me encogió el corazón. Me vino a la cabeza, creo, aquella chica que se tragó un bote de pastillas para quitarse la vida y que, esperando a la muerte en su cama, escuchó a Jesús por la radio. Se levantó, avisó y vivió.
Quintero, más que un periodista, había sido un pescador de hombres. Y era como si necesitara ser pescado. Pedía salvación con sus gestos, con su mirada, con sus fantasmas. No sé si el Loco fue siempre así, pero sí puedo decir que su locura, muy de cerca, al otro lado de la mesa, era tan carismática como a través de la cámara. Y que su voz...
Nos sentamos en una mesa de la cripta del Gijón. Estaba vacía. Al pie de la escalera, calló. Fue como confirmar que su mundo había dejado de existir. No había nadie en la tertulia. El Loco vivía aprisionado en un ayer idealizado hasta el extremo.
Una vez le preguntó a un director de periódicos por qué no publicaba cartas de amor. En estos días de guerra, Jesús, ahí va la mía. Tan cercano te siento, Jesús, que no me queda más remedio que dejar la tercera persona y hablar contigo en estas líneas. "Nadie ha dado tantas pruebas de su inexistencia como Dios, decía Borges. Pero él mismo admitía rezar cuando tenía miedo". A ti te pasaba, Jesús. A mí también. Y por eso te hablo, por si estás en alguna parte.
"He venido a confesarme, me lo has pedido tantas veces...". Esa fue la primera frase que registró la grabadora. Después, la conversación con el camarero, que en todo momento te trató con título de "maestro". Pediste algo que te aliviara la voz y un poco de queso de Grazalema.
Jesús es, en palabras de Iñaki Gabilondo, el mejor creador de atmósferas que hemos conocido. Consciente de su virtud, vigilaba su voz incluso estando retirado, como si estuviera empeñado en que sonase igual hasta el último día. Y así lo ha hecho. Ahora, cuando suena, es como si estuviera vivo.
Accedió a conversar en el marco de "una entrevista literaria", que no es otra cosa que "conducir al otro gentilmente hacia lo que de verdad es". En parte, lo engañé. Te engañé, Jesús. Porque quise conducirte gentilmente... a cambio de que me condujeras tú a mí, de que me enseñaras. Te pregunté por los silencios, con los que me rociaste intencionadamente. A una media de cuatro segundos cada uno. Somos como una hermandad los que amamos el periodismo a través de tu archivo.
"Los silencios apoyan o destruyen lo que el entrevistado dice". Lo acabo de apuntar aquí, y lo tengo anotado en un cuaderno de frases. No fuiste conmigo lo cauto que deberías, pese a que España –también lo anoté en el cuaderno– "es hablar y a las veinticuatro horas ser destruido".
–No le veo ningún sentido a que vaya un tío a hablar con otro, active la grabadora, se vuelva al periódico, se ponga un whisky y le meta un viaje.
–Eso no va a pasar, Jesús. En las redacciones no nos dejan beber whisky.
–¡Que te pique un pollo, Daniel!
Viniste con algunos folios. Releías antes de contestarme. Fue un homenaje indirecto a tus guionistas, imprescindibles. No hubo para ti nada como la radio. Porque la televisión es explícita, pornográfica. "En la radio, tú sugieres y el oyente completa".
Pero la radio, la buena radio, es el ritmo.
–¿Y cómo se aprende a tener ritmo?
–Nací muy cerca de una familia de cantaores. Escuchaba el compás desde el vientre de mi madre. En Andalucía hay gente que habla así, “a compás”. Tan, tacatán, tiquitín, tiquitín, tin, tan, tacatán, tum, tum, pa. En todo eso, hay trama, nudo y desenlace. El ritmo es lo que nos lleva.
Me hablaste de tus "potentes depresiones", de esos veinte años de psicoanálisis que estabas dedicando a responder las preguntas que a tanta gente habías hecho. Tuve miedo, no sé, sentí un escalofrío cuando me dijiste que, al salir de la radio, en Sevilla, no sabías ni dónde estaba tu casa. Deambulabas loco perdido por aquel Guadalquivir de tus estrellas.
Discutimos sobre los medios y el dinero. Coincidimos en que somos menos independientes que antes, pero diferimos sobre la solución. Yo no creo que los periodistas de hoy seamos peores, tú sí. Yo no creo que sea mera cuestión de voluntad, tú sí. Yo no creo que todo en el pasado fuera periodismo indomable, tú sí.
[Jesús Quintero: "¡Cuánta sangre le ha costado a España el culto a los cojones!]
Te cansaste de Madrid cuando se murió tu vecino... y te enteraste varias semanas después: "¿Cómo voy a vivir en una ciudad donde se muere tu vecino y no te enteras?". Acabaste refugiado en Huelva, leyendo de doce a tres de la mañana, levantándote a las once. En medio de un pinar inundado de sol.
Combatías tus pesadillas, me dijiste, imaginando el programa que querías hacer y no podías. Grandes preguntas a grandes personalidades en la catedral de Sevilla. Quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos.
Jesús Quintero era hijo de María y de un electricista llamado José. Aquel electricista se llevaba en tren a su hijo a trabajar. El hijo se avergonzaba porque su padre hacía preguntas a los desconocidos con los que coincidía en el vagón. Luego fue él quien hacía las preguntas.
Te has muerto, Jesús, y tus vecinos nos hemos enterado rápidamente. Lo estamos contando. Casa por casa, como los vecinos de los pueblos de Israel. Jesús se ha muerto y lo llevan al sepulcro.
Querido Jesús, maestro. Descansa en paz. Descansa por fin en paz. Pero te robé la voz. Eso nos lo quedamos nosotros. "Play".