La inmigración se ha convertido en uno de los ejes clave del debate político en casi todos los países del mundo desarrollado. Ha impactado de lleno en la campaña electoral a la Presidencia de los EE.UU. y también en buena parte de los países europeos y de la propia Comisión Europea. España no podía ser una excepción y el CIS recoge en su último barómetro de septiembre de 2024 que el fenómeno migratorio se ha convertido en la “principal preocupación” de nuestra población. Y, pese a todos esos elementos comunes, está claro que hay importantes diferencias entre los países: la magnitud de los flujos migratorios, la duración del fenómeno, la procedencia de los inmigrantes y las condiciones particulares de cada economía y de su empleo.
En España el fenómeno es relativamente reciente y se ha pasado de ser un país con un saldo migratorio negativo durante siglos, a un país receptor de inmigrantes a partir de finales del siglo XX y, en particular, de nuestra incorporación al euro en 1999 y las consiguientes burbujas, inmobiliaria y crediticia, narradas en mi libro “La Falsa Bonanza” (ed. Península, 2015). Tal y como recoge el Gráfico 1, en 1998 apenas un 1,4% de la población española era extranjera, unas 560.000 de un total de 39 millones de personas.
Tras una década de expansión económica, en enero de 2008, se alcanzaban los 5,1 millones de personas (un 11% de la población) y durante la crisis de 2008-14 se llegó al máximo de 5,4 millones (un 11,6%). Desde esa fecha empezó a descender levemente hasta 2017 (4,4 millones y 9,5% de la población), con el retorno de muchos inmigrantes a sus países de origen. Con la recuperación económica vuelve el flujo de inmigrantes, y la población extranjera alcanzó en enero de 2024 un máximo histórico con 6,5 millones de personas (un 13,4% del total) y un porcentaje mucho más elevado de la población en edad de trabajar.
Las consecuencias asociadas a este intenso ritmo de entrada son múltiples: sociológicas, políticas, ideológicas, territoriales, económicas. etc. En este artículo me voy a referir exclusivamente a las consecuencias macroeconómicas de la inmigración. Es evidente que existe una correlación positiva entre crecimiento económico e inmigración. Para muchos detractores, es nuestra buena situación económica la que atrae a los trabajadores o inactivos externos, que vienen a “sacar ventaja” de nuestra bonanza cíclica o estructural. Sin embargo, como expondré a continuación, la causalidad también funciona en la dirección contraria, pues los inmigrantes actúan como motor del crecimiento económico del país de destino. Este flujo de inmigrantes, pese a ser reciente desde una perspectiva histórica, no va a ser un episodio pasajero. Esta aquí para quedarse y acentuarse. Y, siguiendo el esquema del título del artículo, trataré de defender que la inmigración es un fenómeno inevitable, necesario y conveniente.
La inmigración es inevitable
Las causas que explican la salida, muchas veces traumática, de la población migrante desde sus países de origen son múltiples: sociales, políticas, bélicas y económicas. En el artículo me centraré en estas últimas, porque creo que son las que explican una buena parte del flujo migratorio, es decir, la búsqueda de unas mejores condiciones de vida para ellos y para sus familiares que, en la mayoría de los casos, se quedan en sus países de origen. Pienso que la inmigración es inevitable por dos motivos: el primero, por las perspectivas demográficas, sobre todo de nuestros vecinos del continente africano. Y, el segundo, por la brecha o gap de renta per cápita entre el país de origen y el de destino, que recoge el potencial de mejora de esas condiciones de vida para el que decide emigrar.
(i) La demografía. En la Tabla 1 recojo la evolución de la población en diferentes áreas del mundo, sobre todo, en las que explican nuestro fenómeno de inmigración: Europa (continente de destino), Latinoamérica y África, con especial mención al área subsahariana, continentes de origen.
En 1960, la población de Europa (todo el continente, no sólo la actual Unión Europea) era de 600 millones de personas, más del doble de África y casi el triple de Latinoamérica y el África subsahariana, que tenían prácticamente la misma población. Hoy, la población europea en sentido amplio tiene 745 millones de personas y la de Latinoamérica se ha acercado bastante, hasta los 663 millones. Pero lo más llamativo ha sido la evolución de la población de África, que en el mismo período se ha multiplicado por más de 5. Y la del subcontinente subsahariano se ha multiplicado por casi 6 veces, explicando buena parte de ese aumento de la población. Y las previsiones de la ONU para dentro de 50 años son incluso más llamativas. La población de Europa menguará, hasta volver casi a los niveles de 1960; la de América Latina se estancará en las cifras actuales y en África, más que se duplicará, sobre todo en el subcontinente subsahariano, en donde llegará casi a los 3.000 millones de personas. Pensar que esta explosión demográfica no va a tener consecuencias en los flujos migratorios es muy poco realista. Pretender que se puede contener, roza la ingenuidad.
(ii) El gap de renta per cápita. Además de la presión demográfica relativa, el otro motor económico de la inmigración es el diferencial de renta per cápita entre los países de origen y de destino, pues reflejan, al ser unas rentas medias, la expectativa de mejora de las condiciones de vida del emigrante potencial. En la Tabla 2 presento, con datos del FMI, la renta per cápita en términos reales y en términos nominales (en dólares) de las áreas económicas objeto de interés, tanto de la Unión Europea (en este caso restringimos el perímetro de Europa, dado que buscamos un área económica con unas instituciones comunes) y de Latinoamérica y el África subsahariana. Latinoamérica supone la región de la que proviene la mayor parte de nuestra inmigración. Pero ,en un futuro no muy lejano, será la inmigración africana la que domine.
Llama la atención que la renta per cápita del África subsahariana fue en 2023 apenas un 8% de la de la UE, tanto si se mide en términos nominales (en dólares corrientes) como reales (en dólares de 2017). Con este desfase tan descomunal, de unos 50-55.000 dólares por persona, se entiende que el motivo económico esté operando como uno de los motores del deseo de emigrar desde el subcontinente africano. Con Latinoamérica el gap es menor, pues su renta per cápita es un 35% de la europea. Este hecho, unido a que la población de América Latina se va a estancar, anticipa una moderación de la intensidad de los flujos provenientes de esta región, hasta ahora dominante. Por ello, el gap objeto de atención futura debe ser el de la UE con el África subsahariana. Es debatible si es más relevante el gap nominal o el real, pero tomaré el más favorable (el real), que recoge la relativa evolución de la inflación en unas áreas y otras. Tal y como recoge el Gráfico 2, en lo que llevamos de siglo este gap no ha hecho más que aumentar, pues apenas ha habido convergencia en el crecimiento de las dos áreas.
El crecimiento de la renta per cápita de la UE ha sido un 1,2% anual en promedio y el del subcontinente africano un 1,5%. Apenas 3 décimas de diferencia. Solamente durante la Gran Recesión de 2008-2009 y durante la pandemia se estrechó el diferencial de renta per cápita de las dos áreas, porque África se vio menos golpeada por ambas crisis que la Unión Europea. Aun así, se sitúa en 50.000 dólares reales y, de mantenerse a este ritmo llegará a los 90.000 dólares reales en los próximos 50 años (2073). Este desfase de rentas, casi el doble del actual, unido al boom demográfico, sienta las bases para un cóctel explosivo de flujos de inmigración desde África subsahariana a la Unión Europea en las próximas décadas. Alguien puede pensar que estamos a tiempo de evitarlo si se lanza un programa intensivo de inversiones en los países de este subcontinente, que retenga a la población en sus lugares de origen, al ofrecérseles unas mejores condiciones económicas. No es tan fácil. Al contrario de lo que nos dice nuestra intuición, el gap de renta per cápita se seguirá ensanchando durante bastante tiempo. Para entenderlo, voy a poner un ejemplo. Supongamos que partimos de la renta real per cápita observada en 2023 en ambas regiones, y que en la UE se mantiene su crecimiento secular del 1,2% anual. Pero, gracias a un intenso plan de inversiones públicas y privadas en el África subsahariana, su renta per cápita crece un 5% real anual, un ritmo extraordinario. El Gráfico 3 recoge cuál sería la evolución del gap de rentas entre ambas regiones en este escenario “idílico”.
Pese a ese importante diferencial de crecimiento, la brecha de rentas per cápita se ampliaría desde los 50.000 actuales hasta los 58.500 dólares reales en 2053 y, sólo a partir de ese momento, empezaría a reducirse. Pero en 2071, dentro de casi 50 años, volvería a tener el mismo gap real que el que tiene en la actualidad, con lo que el incentivo a emigrar se mantendría durante décadas, pese a todo el esfuerzo inversor implícito en el ejemplo numérico. El motivo por el que el gap de rentas se amplía pese al diferencial de crecimiento, es que un 1,2% de aumento de una renta muy elevada es mucho más, en términos absolutos, que un 5% de aumento de una renta muy baja, como es la actual del África subsahariana.
Por todos estos motivos, el demográfico y el gap de renta per cápita, pretender que es factible a medio plazo “fijar” a la población en sus países de origen es una misión prácticamente imposible. Por ello, no es exagerado afirmar que el fenómeno inmigratorio es “inevitable”.
La inmigración es necesaria
Le he dedicado bastante atención a la característica de “inevitable”, porque no es una idea generalizada y, seguramente, será bastante polémica. Sin embargo, su carácter “necesario” es bastante compartido por muchos economistas e instituciones. El motivo resulta claro a partir de nuestra actual pirámide de población, que se recoge en el Gráfico 4.
Gráfico 4. Pirámide de población de España
Además de los efectos del baby boom de finales de los años 50 y principios de los 60 del siglo pasado y la posterior caída de la tasa de fertilidad (número de hijos por mujer), el flujo inmigratorio de los años de la Falsa Bonanza se centró precisamente en la parte ancha de la pirámide. Ello ha empeorado aun más las perspectivas demográficas a medio plazo, cuando todo el grueso de la pirámide se haya jubilado y el gasto recaiga sobre los “jóvenes” de la parte estrecha de la misma.
No es de extrañar que la AIReF defendiera en 2019 que la llegada de migrantes permitirá amortiguar el desplome de la población en edad de trabajar en España fruto del envejecimiento de la sociedad y que evitar la "japonización" de la sociedad española requiere un aumento de la inmigración. Y no sólo se refiere al gasto en pensiones, que es el más evidente, sino también al gasto sanitario y la factura en dependencia.
Además, habrá muchos empleos en el sector servicios, fundamentalmente, pero también en la industria, en la agricultura y en la construcción, que tendrán que ser cubiertos por mano de obra extranjera, dada la poca disponibilidad de gente en edad de trabajar en las cohortes más jóvenes. La AIRef, pese a ser menos pesimista que el INE en sus pronósticos demográficos se atreve a aventurar unas necesidades netas de 270.000 inmigrantes al año hasta 2050. Es decir, desde 2020, estaríamos hablando de unos 8,1 millones de inmigrantes más (véase el Gráfico 5).
Gráfico 5. Previsiones de la AIReF sobre población e inmigración para España
Más recientemente, el Banco de España, va mucho más lejos, al señalar que el envejecimiento será más acusado en España que en otros países, y que haría falta que en 2053 se triplicaran las previsiones que hace el Instituto Nacional de Estadística sobre los extranjeros residentes para que pueda permanecer igual la relación entre el número de personas en edad de trabajar y el de pensionistas.
Para dentro de tres décadas, el INE espera que en España haya 14,8 millones de pensionistas, 18 millones de nacionales en edad de trabajar y 12 millones de extranjeros activos. Pero con estas cifras, la proporción entre ocupados y jubilados, lo que se conoce como “tasa de dependencia”, se estrecharía mucho. Así, para mantener la tasa de dependencia actual, situada en el 26%, el Banco de España estima que “la población inmigrante trabajadora tendría que subir en más de 24 millones hasta un total de 37 millones”.
Es evidente que la sostenibilidad del sistema de pensiones no se puede resolver exclusivamente a base de inmigración. Retraso de la edad de jubilación, compatibilidad parcial entre pensión y salario, cálculo de la pensión inicial en función de toda la vida laboral, así como aumentos de la productividad total de los factores, probablemente sean inevitables. Pero ello no excluye que la inmigración pueda jugar un papel relevante, no sólo para el sistema público de pensiones, sino para el conjunto de la economía, siempre que sea ordenada y planificada. Y ello nos lleva al tercer punto.
La inmigración es conveniente
En un documento elaborado en 2006 por la Oficina Económica del presidente del Gobierno, que yo dirigía, demostrábamos que, en la década transcurrida de 1996 a 2006, la inmigración tuvo un impacto neto sobre la renta per cápita española de unos 3 puntos, 2 de los cuales habían tenido lugar en la segunda parte de dicha década. Es decir, la renta per cápita española era un 3% superior gracias al fenómeno migratorio, estimada a partir de un modelo de composición del crecimiento basado en la productividad, en la tasa de empleo y en un factor demográfico, el rejuvenecimiento de la población.
Esto es lo solamente un primer impacto directo de la inmigración sobre el PIB: el “efecto renta per cápita”. Pero hay otro impacto directo sobre el PIB: su contribución al crecimiento de la población. Al fin y al cabo, el PIB no es más que el producto de la población por la renta per cápita. Y en lo que se refiere a la población, la contribución de los inmigrantes es incluso superior a la de la renta per cápita, pues han explicado más del 50% del crecimiento de la población española.
Hay otros impactos económicos relevantes. Uno de ellos es que los inmigrantes contribuyen al aumento de la tasa de actividad, tanto la propia, que es más elevada, como la de los cónyuges nativos, principalmente mujeres. Gracias a su llegada, muchas mujeres pudieron incorporarse al mercado de trabajo, al recaer las tareas del hogar en empleados domésticos de origen inmigrante.
Estimamos que casi un tercio del aumento de la tasa de actividad femenina se explica gracias a este fenómeno. Otro ha sido su contribución a una reducción de la tasa de desempleo estructural y a un menor “mismatch” (desajuste entre oferta y demanda) en el mercado de trabajo. Ello se debe a los inmigrantes se dirigen a sectores en los que la oferta de trabajo de nativos era escasa y, además, tienen una mayor movilidad geográfica que la población nativa. También han contribuido a flexibilizar la rigidez de los salarios reales en la economía española.
El nivel de cualificación de la población inmigrante ha mejorado, según un informe reciente del Banco de España. Y muchos de los que deciden emigrar son los elementos más dinámicos, innovadores y emprendedores de sus países de origen. Ello podría contribuir a una mejora de la productividad, el Talón de Aquiles de nuestra economía. Pero el foco debe estar en la formación.
Finalmente, su impacto sobre las cuentas públicas (ingresos y gastos del sistema), más allá del mencionado impacto sobre el sistema público de pensiones. Desde un punto de vista del sistema fiscal en su conjunto, los inmigrantes aportan un porcentaje de los impuestos por debajo de su peso en la población total, debido a que su renta media es inferior y el sistema es progresivo.
Pero su participación en el gasto público es incluso más baja, apenas un 5-6% del total. No participan como receptores del sistema de pensiones y, en lo que se refiere a sanidad y educación, también están muy por debajo de su peso en la población total, dado el rango de edad en el que se incorporan a la población activa. Es decir, los inmigrantes son “contribuyentes netos” (aportan más de lo que reciben en las cuentas públicas). Ello es especialmente significativo en la Seguridad Social, donde su contribución vía cotizaciones es casi 20 veces superior a lo que reciben en pensiones.
En resumen, el impacto macroeconómico de la inmigración en España ha sido muy positivo, como también lo han sido buena parte de los flujos migratorios que han tenido lugar en la Historia en otros países. Y, además, es necesaria e inevitable. Llegados a este punto, la pregunta clave es: si la inmigración es tan positiva en su conjunto, ¿por qué produce un rechazo creciente y es motivo de máxima preocupación para los españoles? A esta pregunta trataré de dar respuesta en el siguiente artículo.