Veinticuatro millones de españoles acudieron a votar el pasado domingo bajo la coacción de unas inquietantes encuestas que, en sintonía con los principales programas de las televisiones -sector regulado por el Gobierno-, pronosticaban un imparable ascenso de la coalición entre Podemos y los comunistas de IU. ¿Cuántos cambiaron su voto en función de ese inminente peligro que pareció materializarse cuando a las ocho de la tarde TVE difundió una encuesta a pie de urna que poco menos que convertía a Pablo Iglesias, con su resentimiento y su coleta, en virtual presidente de una coalición de izquierdas con amplia mayoría parlamentaria?
Por si esta monumental manipulación fuera pequeña, más o menos la mitad de esos votantes que han invertido en bolsa o conocen a un familiar, amigo o vecino que lo ha hecho, depositaron su papeleta bajo el shock de que al cierre del viernes, sus ahorros habían menguado más de un 12% en una sola sesión por culpa del brexit. ¿Ocurriría otro tanto el lunes?, ¿hasta dónde se hundirían los bancos?, ¿estarían seguros sus depósitos?
O sea que Mariano Rajoy no sólo había contado con la materia prima y los resortes mediáticos y demoscópicos para "construir al enemigo" que le permitiera movilizar el voto del miedo, sino que en el último momento, en las horas decisivas, se encontró con un alado cisne negro, tan dramáticamente inesperado como coyunturalmente perfecto, que le elevó en su grupa hacia el cielo del escrutinio. Sólo el 11-M había interferido de forma equivalente en la recta final de una campaña electoral.
Cuando se contaron los votos el resultado desmintió de forma lo suficientemente rotunda a las encuestas como para que la oposición promueva en el nuevo parlamento una comisión de investigación o estudio sobre sus técnicas y prácticas. En España no ha habido un "pucherazo" pero sí un "encuestazo", favorecido por el panurgismo de un sector en el que sus principales actores están en permanente contacto para diluir el margen de error de uno en el de todos. Es un ámbito en el que no faltan los buenos profesionales pero las posibilidades de manipulación del proceso democrático a través de un grupo de pequeñas empresas que, a menudo tienen a los propios partidos como clientes y a veces dependen de contratos con grandes compañías que se juegan mucho en el envite, son reales y deberían ser analizadas con rigor.
Sólo el 11-M había interferido de forma equivalente en la recta final de una campaña electoral
El encuestazo más el brexit determinaron, a mi entender, el desenlace del 26J. Pero a pesar de que el PP mejoró todas las previsiones, sus resultados fueron los segundos peores que la lista más votada ha obtenido en las trece elecciones generales celebradas desde el 77. De hecho Rajoy sólo logró recuperar 14 de los 63 escaños perdidos en su batacazo histórico de diciembre, respecto a la mayoría absoluta del 2011. Ni siquiera una excepcional e irrepetible conjunción de circunstancias favorables le acercó a números que garanticen la gobernabilidad.
¿Por qué razón entonces el balcón de la calle Génova sirvió de epicentro a un huracán de extravagante euforia incontrolada que todavía peina los fértiles campos del atolondramiento y la sumisión mediática? En parte porque es indiscutible que Rajoy y los suyos lograron invertir la tendencia bajista que les hundía elección tras elección; en parte porque tampoco tiene vuelta de hoja que la formación de un gobierno alternativo al PP es ahora mucho más difícil que en la legislatura abortada; pero sobre todo porque los ganadores están gestionando con gran habilidad la distancia entre la realidad y las expectativas, de forma mimética, aunque inversa, a lo que conocemos como el "síndrome de Muskie".
Debemos remontarnos a la primarias del 72 para recordar la breve campaña del senador Edmund Muskie en pos de la nominación demócrata. Cuando las encuestas pronosticaban que lograría en New Hampshire más del 50% de los votos y después de una serie de polémicas sobre su supuesta xenofobia y la relación de su mujer con la bebida, ganó con "sólo" un 46,4% y "sólo" nueve puntos de ventaja sobre George McGovern. Tanto él como su equipo lo interiorizaron como un fracaso y, apenas un mes después, bastó el primer revés en Massachussets para que decidiera abandonar la pugna.
¿Por qué razón entonces el balcón de la calle Génova sirvió de epicentro a un huracán de extravagante euforia incontrolada que todavía peina los fértiles campos del atolondramiento y la sumisión mediática?
De igual manera que hubo quienes lograron convencer a Muskie de que con el 46,4% de los votos no tenía la legitimidad suficiente para aspirar a la presidencia, hay ahora quienes intentan convencer a los españoles de que Rajoy es el único legitimado para gobernar porque ha obtenido el 33,03%. Y, a mayor abundamiento, reclaman que el PSOE y Ciudadanos accedan a investirle presidente cuando sólo recibieron vejaciones y desprecio de su parte al presentar la candidatura de Sánchez con el respaldo del 35,94% del electorado.
Tan subjetivo es este síndrome que mientras Ana Botella y Aznar se fueron llorando a su casa en el 96 cuando el PP rozó el 39%, cosechando 9.700.000 votos y 156 escaños, Viri y Mariano parecían al borde de la apoplejía en el mismo balcón de la calle Génova con seis puntos, dos millones de votos y 19 escaños menos. Y no se diga que ahora hemos pasado del bipartidismo a un sistema de cuatro partidos porque la UCD, el Partido Reformista, el CDS, la Unión Centrista o la UPyD ya intentaron ocupar el espacio de Ciudadanos y, por supuesto el PCE e IU son anteriores a Podemos.
Nuestra ley electoral favorece con exageración al ganador, hasta el punto de haber otorgado esta vez al PP 20 escaños más de los que proporcionalmente le corresponderían, pero no puede obrar el milagro de adjudicar una mayoría parlamentaria a quien dista tanto de conseguir una mayoría social. Rajoy la tuvo en 2011, como la tuvieron antes Suárez, González, Aznar y Zapatero, pero eso no se repetirá con él porque ya le conocemos por sus hechos.
Que para gran parte de los votantes del PP la corrupción sea una cuestión secundaria no tiene nada de sorprendente. Lo mismo ocurría en la otra orilla, con algo peor como el crimen de Estado, en tiempos del felipismo. Los españoles no nos hemos caracterizado nunca por nuestros escrúpulos democráticos. Lo extraordinario es que haya habido más de tres millones doscientos mil votantes que no hayan pasado por el aro de ese trágala y se hayan aferrado a un partido regeneracionista como Ciudadanos.
Mientras Ana Botella y Aznar se fueron llorando a su casa en el 96, Viri y Mariano parecían al borde de la apoplejía en el mismo balcón con seis puntos, dos millones de votos y 19 escaños menos
Ese caudal es un tesoro para el conjunto del ecosistema político. De ahí que quienes, con mejores o peores modales, reclaman ahora a Rivera que lo ponga al servicio de Rajoy resulten doblemente dañinos. El líder de Ciudadanos consiguió la hazaña de conservar más de trece de cada catorce votos obtenidos en diciembre, alcanzando por tanto el segundo mejor resultado del centrismo desde la desaparición de UCD, en las circunstancias más adversas imaginables. Y lo hizo con un mensaje que todos entendimos: Ciudadanos votaría "no" a la investidura de Rajoy, no por una caprichosa cuestión ad hominem sino por su probada implicación personal en el encubrimiento de la corrupción.
Resulta inaudito que, así las cosas, haya personas que, compartiendo el espíritu fundacional de Ciudadanos, le pidan a Rivera que traicione a sus votantes, en vez de pedirle al PP que cambie de candidato. En realidad demuestran una sideral confusión sobre las reglas del parlamentarismo. Si hubiéramos elegido un presidente, todos nos tendríamos que aquietar ante el renacer del estafermo. Pero hemos elegido 350 diputados con el encargo de que conformen una mayoría en torno a cualquier español mayor de edad.
Todos entendimos el año pasado que la alcaldesa de Madrid fuera Carmena pese a que Aguirre obtuvo tres puntos más que ella en las urnas. A nadie le pareció una aberración que quien gobernara Baleares en 2011 fuera Antich con un 21% del voto y no Matas que, como Muskie, había pasado del 46%. E incluso queda como una encomiable aportación de una pequeña minoría a la regeneración democrática que cuando el incombustible Pedro Sanz se quedó a dos escaños de la mayoría en las autonómicas de La Rioja, la condición para apoyar la investidura del PP fuera obligarle a cambiar de candidato.
¿Cuál fue esa minoría? Ciudadanos. ¿Qué porcentaje del voto logró entonces el PP? El 38,49%. ¿Eran más patentes e infamantes los estigmas de Sanz que los de Rajoy? En absoluto.
Si todo se mide ahora por otro rasero es porque desde la Moncloa se mueven muchos más resortes de poder e influencia que desde el palacete del Espolón de Logroño en el que tiene su sede el Gobierno de la Rioja y porque toda la teatralización en torno a la raquítica victoria de Rajoy va encaminada a convertir -como dice un buen amigo- su persona y su candidatura en "cosa sagrada".
Al final todo queda resumido por las dos más celebres esculturas de Damien Hirst. La del tiburón sometido a la impotencia, pero a la vez desafiante en la angostura de su tanque, se titula -atención- "La imposibilidad física de la muerte en la mente de un ser vivo". Pero aun más elocuente es esa calavera con incrustaciones de diamantes que nos recuerda lo imponente, feliz y proactivo que puede parecer el cráneo de un finado decidido a no marcharse.