El día en que Trump prometió construir un muro infranqueable que separara los Estados Unidos de México proliferaron las opiniones de los más diversos analistas conviniendo en que un loco así nunca podría conseguir no ya la presidencia sino la propia nominación republicana. Y ese consenso se afianzó cuando añadió que expulsaría de golpe a los 11 millones de inmigrantes ilegales que residen en Estados Unidos e impediría la entrada en el país de cualquier musulmán, al margen de su ideología, actividad o procedencia.
El día en que Trump se burló de la condición de héroe de guerra de alguien tan querido y respetado entre los republicanos como el último candidato presidencial John McCain, los conocedores de las pulsiones y entresijos del Great Old Party dieron por finiquitada su aventura política. Y otro tanto ocurrió, a una escala mucho más amplia, cuando arremetió contra los padres del capitán Humayun Khan, muerto en Irak en acto de servicio y condecorado como héroe de guerra, sugiriendo connivencias con el fundamentalismo islámico.
El día en que Trump se cebó en un reportero con una minusvalía física gran parte de los medios norteamericanos e internacionales llegaron a la conclusión de que un desalmado así no pasaría de la siguiente valla en las primarias. Y esa impresión se generalizó cuando ensalzó el uso de la tortura en los interrogatorios policiales o cuando comenzó a pedir la cárcel para Hillary e incluso a hacer equívocas insinuaciones fronterizas con la incitación a su asesinato.
El día en que Trump quedó en evidencia como el prototipo del “male chauvinist pig” -ese “cerdo machista” que descarnadamente describe Aaron Sorkin-, al trascender sus comentarios sobre las oportunidades que ha tenido de “coger a las mujeres por el coño”, hasta sus más entusiastas seguidores reconocieron que había traspasado una línea roja que hacía prácticamente imposible que llegara a la Casa Blanca. Nadie tan vulgar y zafio podía tener el voto de las norteamericanas.
Después de haber presentado a los hispanos como violadores potenciales, a los aliados de la OTAN como cobardes tacaños que se niegan a pagar sus gastos de defensa y a las mujeres acosadas como consentidoras a las que más les vale cambiar de trabajo, en su escalada de lo que Russell Baker bautizó como “imbecilidades extravagantes” sólo le faltaba arremeter contra los gordos. Y también lo hizo. Sólo le faltaba obtener el apoyo explícito del Ku Klux Klan. Y también lo obtuvo, a través de su órgano oficial The Crusader.
Hasta sus más entusiastas seguidores reconocieron que había traspasado una línea roja que hacía prácticamente imposible que llegara a la Casa Blanca
¿Quién podía votar ya por este payaso energúmeno destinado a volver a los programas de televisión de los que nunca debió haber salido? Pues he aquí al nuevo presidente de los Estados Unidos. Una vez más fallaron las encuestas y los expertos: la capacidad de prescripción no estaba en sus manos sino desparramada en unas redes sociales en las que nadie se avergüenza de su radicalismo reaccionario y los robots multiplican el impacto de cualquier disparate precocinado.
Al ver como todo el mapa de la democracia más poderosa de la tierra iba tiñéndose de rojo, durante la madrugada del escrutinio tuve la sensación de que una enfermedad contagiosa, de la que sólo quedaban preservadas Nueva Inglaterra y la Costa Oeste, se extendía de un estado a otro. Se trata de esa epidemia de intolerancia que periódicamente emerge de la América profunda –la middle América de familia, bandera e iglesia- como respuesta primitiva a los problemas de la sociedad abierta.
De repente me vino a la cabeza una escena que contemplé hace 36 años durante la campaña electoral del 80 cuando un joven negro que representaba a la candidatura de Ted Kennedy, en plena pugna por la nominación demócrata, fue abucheado en un foro de un pueblecito de Alabama llamado Huntsville. Su gran pecado era haber dicho que la política social del senador por Massachussets era “compasiva” hacia los más necesitados. Recuerdo perfectamente la cara de odio con que un blanco de edad madura con rudo aspecto de granjero le espetó: “¿Igual de “compasivo” que lo fue el senador Kennedy cuando dejó morir a Mary Jo Kopechne en el fondo de un río?”.
Esta simplificación distorsionada del accidente en el que perdió la vida una de las secretarias de Ted y otros chismes similares sobre los Kennedy que circulaban de boca en boca en ese entorno social, aparecen hoy como un genuino antecedente de las campañas de desprestigio contra los Clinton, impulsadas por la cadena Fox. La misma América que odiaba a los Kennedy hace dos, tres y cuatro décadas, odia hoy a los Clinton. Y por los mismos motivos: su internacionalismo, su afinidad con los intelectuales, sus políticas en defensa de las minorías y en favor de la igualdad.
La misma América que odiaba a los Kennedy hace dos, tres y cuatro décadas, odia hoy a los Clinton
Es cierto que las secuelas de la globalización en cuanto a pérdida de empleos industriales, el incremento de la inmigración clandestina y el pánico al islamismo han creado un caldo de cultivo que ha hecho aflorar con más virulencia que nunca el resentimiento hacia el stablishment de Washington. La “maquiavélica” Hillary, como Secretaria de Estado y pretendida sucesora del presidente negro al que se le negaba hasta la condición de norteamericano, era el personaje perfecto para focalizar toda esa inquina. Sólo eso explica que un asunto tan menor como su torpeza al utilizar un servidor privado para sus correos oficiales haya alcanzado dimensiones de escándalo con el FBI por medio.
El secreto de Trump ha sido saber canalizar, con las burdas pero eficientes técnicas comunicacionales del demagogo sin escrúpulos, ese antagonismo. No hay una fuerza más poderosa que el odio y a quien es capaz de catalizarlo la gente ignorante o mal informada le perdona todo. Como alegó Jonathan Freedland cuando comprobó que ninguna de esas “imbecilidades extravagantes” erosionaba su base electoral, “Trump podría plantarse un día con un rifle y comenzar a disparar en plena Quinta Avenida y la gente seguiría votándole”.
La perplejidad con que una parte muy importante de la humanidad, para la que los Estados Unidos vienen siendo una referencia desde hace más de dos siglos, ha asistido a este traumático desenlace electoral parecería dar la razón al aserto de Francis Underwood, el cínico protagonista de House of Cards, cuando mirando a cámara dice que “la democracia está muy sobrevalorada”. Los grandes villanos de la política norteamericana –Joe McCarthy, George Wallace, incluso Richard Nixon al tener que dimitir- habían servido para legitimar con sus derrotas o caída en desgracia el carácter virtuoso del sistema. Ahora es como si el mundo se hubiera vuelto del revés y Lex Luthor o el Joker hubieran acabado con Superman o Batman. O para ser más exactos, con Superwoman.
Es muy significativo que los más entusiastas con la victoria de Trump hayan sido Putin, Erdogan, Marine Le Pen y líderes ultranacionalistas como el holandés Geert Wilders o el húngaro Victor Orban. Era como si estuvieran dando la bienvenida al gran gorila rubio que acaba de estrujar a la detestada hija de puta progresista en una especie de nuevo club de “hombres fuertes”, dispuestos a compartimentar el orden mundial desde la perspectiva de sus respectivos egoísmos nacionales. Algo que desgraciadamente recuerda mucho la proliferación de las dictaduras de los años 30.
Los otrora civilizados y racionalistas británicos han dado la espalda a Europa, Trump ocupará la Casa Blanca, Leonard Cohen ha muerto y Aute sigue dormido. Hemos entrado de nuevo en un “valle oscuro” en la historia de nuestra civilización. Así se bautizó a aquel periodo de entreguerras en el que bajo una apariencia de normalidad se gestaba la tragedia de los totalitarismos. Recordémoslo si no queremos que la catástrofe se repita corregida y aumentada. O la causa de la libertad es capaz de batirse en retirada y organizar con eficacia las bases de su resistencia frente a esta avasalladora crecida populista o un mundo mucho más peligroso y desde luego bastante peor emergerá bajo el nuevo diluvio.