El rictus de estupor que a Rajoy y a su equipo les ha producido la súbita muerte de Rita Barberá equivale a la mezcla de sorpresa y desconcierto con que el grupo de famosos detectives, invitados a la isla del millonario misterioso de Murder by death, descubren que se ha cometido un absurdo asesinato que no son capaces de aclarar. Estrenada en España en 1976 como Un cadáver a los postres y basada en una idea de Neil Simon, la película parodiaba el cine de misterio, igual que lo ocurrido estos últimos años en el PP parodia el maquiavelismo del poder.
La muerte en el desamparo político de quien gobernó veinticuatro años su ciudad bajo la advocación de la Virgen de los Desamparados tampoco estaba en el guión. Pero la diferencia estriba en que, por mucho que lo parezca, no se trata de un sarcasmo cinematográfico en un relato de ficción, sino del desenlace de una honda tragedia personal cuya deriva se les fue de las manos a quienes creían tenerlo todo bajo control.
Hay que retrotraerse al verano de 2013, cuando el estallido del 'caso Bárcenas' sitúa a Rajoy y sus colaboradores en una situación insostenible. El cuadro clínico era inapelable: el tesorero cuyo botín oculto en Suiza acababa de ser descubierto por la justicia llevaba años anotando pagos de sobresueldos ilegales a la cúpula del PP y eso incluía a su presidente, el cual le había mandado mensajes de apoyo con el obvio propósito de que no revelara ese secreto inconfesable. Desde el mismo 8 de julio en que yo entregué en la Audiencia Nacional el primer original de la contabilidad B o no digamos desde el mismo 14 de julio en que publicamos el "Luis, se fuerte, mañana te llamaré" y demás SMS, la suerte estaba echada.
O al menos lo habría estado en cualquier país democrático. Sin embargo el hombre mediocre que había aguardado agazapado su oportunidad durante media vida no estaba dispuesto a salir de la política por la puerta de atrás de la dimisión y decidió aprovechar los resortes tramposos de nuestra cupulocracia para atrincherarse en el respaldo de quienes le debían el cargo o la fortuna. Es decir en el grupo parlamentario popular y en los altos ejecutivos de los medios de comunicación a los que enriquecía o salvaba la vida.
El hombre mediocre que había aguardado agazapado su oportunidad durante media vida no estaba dispuesto a salir de la política por la puerta de atrás
Dejando una estela de flagrantes mentiras perfectamente documentada, Rajoy inició en el pleno del 1 de agosto una huida hacia adelante con el mayor índice de rechazo que un gobernante ha tenido jamás en democracia. Más del 80% llegó a pedir su dimisión, incluida una clara mayoría de votantes del PP, pero las cabezas que rodaron fueron las de los directores de los dos periódicos que le habíamos denunciado y la del juez que instruía el caso.
Era evidente que quien iba a pagar la factura política de ese enroque egoísta iba a ser un Partido Popular que a la erosión de la crisis económica sumaba el lastre de la corrupción. Si Rajoy no asumía sus patentes responsabilidades, ningún discurso de regeneración resultaba creíble. Las elecciones europeas de 2014 supusieron ya un serio aviso y en las municipales y autonómicas de 2015 llegó la debacle con una caída de diez puntos respecto a las anteriores.
Muchos buenos alcaldes y presidentes autonómicos sirvieron de chivos expiatorios. Fue el caso de Rita Barberá, que cuando musitó aquello de "¡Vaya hostia..., vaya hostia...!" se quedó a la mitad del relato. La verdad completa era "¡Vaya hostia le acaban de dar a Rajoy en nuestro trasero!".
Algunos ya escribimos entonces que al presidente le venía bien aquel castigo en cabeza ajena, pues diluía sus propias culpas, proporcionaba una vía de escape a la mala conciencia de los electores más escrupulosos y encima llevaba aneja la inoculación del virus podemita, alentado por los aprendices de brujos de Moncloa y sus terminales televisivas. Con una izquierda radical propulsada hacia el 20% el PSOE nunca podría ganar las elecciones.
Si Rajoy hubiera dimitido como cualquier gobernante occidental cogido in fraganti en circunstancias análogas, Rita Barberá habría seguido siendo alcaldesa de Valencia y Esperanza Aguirre lo sería hoy de Madrid. Pero a su estrategia del miedo –“In fear we trust”- le convenía que Podemos se hiciera con los principales municipios y ensayara en ellos su aventurerismo político. De esa manera el PSOE se vería contaminado por su papel de comparsa y Rajoy podría ofrecerse como antídoto del mal que ayudaba a propagar.
Algunos ya escribimos entonces que al presidente le venía bien aquel castigo en cabeza ajena, pues diluía sus propias culpas
Bajo esas premisas se celebraron las elecciones de diciembre de 2015 en las que la división de la izquierda permitió a Rajoy primero cantar victoria con la menor mayoría de la historia de la democracia y luego bloquear, al alimón con Pablo Iglesias, su propio relevo por los integrantes del Pacto del Abrazo. Es en ese frustrante contexto en el que las noticias sobre la maraña de procesos judiciales vinculados a la financiación ilegal del PP se convierten en alimento diario del guiñol televisivo, gestionado por los millonarios amadrinados por Soraya.
Los dioses de la audiencia tienen sed y cuando las sanguijuelas disfrazadas de culiparlantes perciben que se ha levantado la veda contra alguien que ha perdido la protección del poder se lanzan a su yugular como pirañas. Baste imaginar lo que habría sido de Rajoy, a cuenta de sus sobresueldos y SMS, si hubiera recibido el mismo trato denigratorio que por muchísimo menos sufrieron José Manuel Soria o la propia Rita Barberá.
De igual manera que hubiera seguido siendo alcaldesa de Valencia si el mismo Rajoy con quien los Aznar bromeaban hace veinte años con casarla hubiera dimitido en 2013, no me cabe duda de que Rita Barberá habría muerto como militante del PP -no sabemos cuándo- si el rajoyismo no hubiera forzado las nuevas elecciones de junio de 2016. O, más exactamente, si tras fracasar el 1 de septiembre en su primer intento de obtener la investidura, Rajoy no se hubiera empecinado en bloquear cualquier candidatura alternativa, obligando primero a Ciudadanos y luego al PSOE a pasar por las horcas caudinas de la gobernabilidad.
La excomunión de la investigada por un pitufeo de mil euros, según el canon exportado desde Génova a sus filiales, fue uno de los peajes estéticos que el PP se apresuró a pagar ante aquellos a los que cortejaba. Se aplicaron para ello normas draconianas y en cierto modo absurdas -la mera admisión a trámite de una querella no debería tener efecto político alguno-, inventadas para camuflar la negativa de Rajoy a asumir sus patentes responsabilidades. Eso es lo que ha venido ahora a denunciar Aznar. Culpar de ello a Pablo Casado, Andrea Levy y otros jóvenes turcos de Génova equivale por cierto a acusar a los espermatozoides de los efectos del coito.
Como dije hace dos meses, el ostracismo de Rita Barberá del PP equivalía a que "la roca abandonara Gibraltar, el mono la botella de su anís o don Santiago el estadio Bernabeu". Era un arreglo tan antinatural que tenía que tener truco. Ahora sabemos que Rajoy había pactado con ella que se colocara extramuros de la fortaleza, para que él pudiera llamarse andana durante su segundo proceso de investidura si conservaba el acta de senadora y por ende el fuero de declarar sólo ante el Supremo. Allí le esperaba un juez como Conde Pumpido, que ya había dado muestras en el pasado de anteponer el criterio jurídico al alineamiento político.
El ostracismo de Rita Barberá del PP equivalía a que "la roca abandonara Gibraltar, el mono la botella de su anís o don Santiago el estadio Bernabeu"
Cuando llegara la previsible exoneración por falta de pruebas -Rita no figuraba en ningún listado de sobresueldos ni mandó ningún SMS-, el propio Rajoy lideraría su rehabilitación en el partido y tal vez el alanceado de las "hienas" mediáticas, azuzadas desde el duopolio gubernamental y marcadas ahora a fuego por Rafael Hernando.
El plan era perfecto, pero no contó con la fragilidad del material humano. Rajoy ha conseguido continuar en la Moncloa, flanqueado por Soraya y Cospedal y con Javier Arenas disfrazado de jarrón chino a lo Charlie Chang; pero a Rita Barberá le reventó el corazón por el camino. De ahí el estupor de los asistentes al banquete, en el que se habían consumido ya todos los platos de un menú tan largo y estrecho como el generado por tres años y medio de resistencia en el poder. A la hora de los postres, cuando se esbozaban ya los brindis de la euforia, su cadáver cayó sobre el mantel. Y encima con el desagradable aditivo del cruel ensañamiento del jefe de cocina podemita que tan útil había resultado hasta entonces pegado a sus peroles.
Rita Barberá ya no podrá participar en la ceremonia de adhesión al líder en el nuevo congreso a la búlgara que se prepara para febrero. Pero a cambio ha sido no sólo reintegrada a la iglesia popular in articulo mortis sino elevada a los altares del martirologio. Ha muerto para que viva el partido. O sea Mariano, su guardia de corps y cuantos se nutren del invento. De ahí la certera comparación que Jiménez Losantos hizo este viernes entre la asistencia de Rajoy al funeral de Valencia y el homenaje de González a Barrionuevo y Vera ante la cárcel de Guadalajara. Uno y otro cerraron la puerta por fuera. La triste diferencia es que no hay indulto que pueda sacar a nadie del lugar en el que ha ingresado la no ha tanto jaleada como "alcaldesa de España".