"En el fondo era una guerra civil"
Basta echar un rápido vistazo al cuadro en cuestión para darse cuenta de que Van de Venne pintaría muy bien, pero era de los de brocha gorda como Puigdemont.
17 diciembre, 2017 03:30A la vista del maniqueísmo rampante que va impregnando su discurso, a medida que se acerca el cierre de campaña, cualquiera diría que, después de disfrutar de la ópera sobre el Duque de Alba, Puigdemont ha utilizado su recuperada libertad de movimientos -tras la retirada de la euroorden- para hacer una escapadita de Bruselas a Amsterdam y alimentar allí su hiel, contemplando uno de los cuadros más emblemáticos del Rijksmuseum.
Me refiero, en concreto, a la obra de Adriaen van de Venne titulada en inglés 'Fishing for souls'. Este enunciado ya induce a la asociación electoral, ¿pues qué es una campaña sino una "pesca" de "almas"... cándidas? Pero también el argumento del cuadro viene perfectamente a cuento -chino o flamenco- porque representa la confrontación entre protestantes y católicos a comienzos del siglo XVII. O sea, la pugna entre el bando antiespañol y el denominado "español", a cuenta del futuro de los Paises Bajos.
Si solo pongo comillas en el segundo caso es porque, entonces como ahora, la primera batalla era la de las denominaciones. Carlos V nació en Gante y su hijo Felipe II en Valladolid. Su legitimidad provenía de la herencia, fuera a través de los duques de Borgoña o de los Reyes Católicos. Uno y otro eran tan reyes de los Países Bajos como lo eran de España. El verdadero pulso, entonces como ahora, era el de los intereses locales frente a los del Estado que pretendía aunarlos. Se planteó con la rebelión de los flamencos como se había planteado con la de los comuneros.
Basta echar un rápido vistazo al cuadro en cuestión para darse cuenta de que el tal Van de Venne pintaría muy bien, pero era de los de brocha gorda como Puigdemont. La alegoría se representa a través de dos orillas de un río, ocupadas por uno y otro bando, de las que parten barcas, provistas de redes para recoger a cuantos indecisos chapotean en el agua. En el lado protestante todos visten con compostura y austera dignidad, acorde con el mote de su padre fundador Guillermo el Taciturno; pero la hierba brilla en su verdor y los árboles florecen en un permanente augurio de fertilidad. Por el contrario la orilla católica parece una feria de vanidades, a base de cortesanos, cardenales y algún que otro bufón; pero la tierra está reseca y los troncos yertos carecen de follaje.
La alegoría se representa a través de dos orillas de un río, ocupadas por uno y otro bando, de las que parten barcas, provistas de redes para recoger a cuantos indecisos chapotean en el agua
La labor de proselitismo también se realiza con armas muy distintas. Las barcas protestantes atraen a quienes buscan la salvación con ejemplares de la Biblia, abiertos en los pasajes más espirituales de los Salmos o el Evangelio. Desde las lanchas católicas se ofrecen, en cambio, monedas de oro; y se seduce con incienso y cánticos monacales a quienes acabarán, seguro, en el infierno. No es difícil imaginar, por cierto, en cuál de las dos flotillas terminarán encaramados Domenech, Iglesias y Colau.
Pocas veces he visto una contraposición tan esquemática entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, como la de este cuadro. Por eso le sugerí el otro día a María Elvira Roca que incluya 'Fishing for souls' como ilustración, o al menos a modo de referencia, en la próxima edición de su Imperiofobia y Leyenda Negra. Encajaría perfectamente al final del capítulo quinto, titulado 'Los Paises Bajos: el triunfo definitivo de la propaganda'.
Resulta fascinante leer las 32 páginas de ese apartado del libro que tanto ha agitado las aguas mansurronas del conformismo historiográfico, desde la perspectiva de cuanto ocurre en Cataluña, cuatro siglos después. El capítulo va encabezado por un fragmento del himno de Holanda -"Mi alma se atormenta, pueblo noble y fiel, viendo cómo te afrenta el español cruel"- que muy bien podría proceder de Els Segadors. Luego describe la formación del mito de lo que en "la opinión común" ha quedado como "una guerra de independencia, desigual, entre holandeses que luchaban por su libertad y españoles que los oprimían".
En realidad se trataba de "un fenómeno de propaganda que una oligarquía local pone en marcha, con la ayuda de sus intelectuales orgánicos", utilizando la religión como factor de alineamiento y confrontación, de igual manera que en Cataluña viene utilizándose la lengua. Al cabo de los años, con las instituciones locales y regionales como cauce para alimentar esa confrontación con dinero público, termina creándose "un marco explicativo tan simple y eficaz, tan accesible para todo tipo de inteligencias, tan sumamente confortable, tan próximo al mundo de los cuentos tradicionales, que tiene garantizado el éxito".
En realidad se trataba de "un fenómeno de propaganda que una oligarquía local pone en marcha, con la ayuda de sus intelectuales orgánicos"
También en los Países Bajos, "a base de folletos y predicación", se inoculó la falacia del "España nos roba", haciendo creer a la población que soportaba la mayor carga fiscal de todo el Imperio, cuando no era ni remotamente así.
También en los Países Bajos se desfiguraba el uso de la fuerza por el Estado, acorde con la cultura de la época, para representar al duque de Alba como un devorador de bebés y al Rey -Felipe- como al Anticristo, enemigo de todas las libertades.
También en los Países Bajos se encubrían y justificaban las fechorías de los más radicales -¿qué eran los terribles Mendigos del Mar sino precursores de la CUP?- bajo la coartada de que ayudaban a destruir a los enemigos de la verdadera fe.
También en los Países Bajos se admitía la corrupción -al 3% se le llamaba entonces "recognities"-, siempre que los sobornados fueran los protestantes y los que compraban el derecho a practicar en pie de igualdad su culto, cual contratistas de empresas estatales, los católicos.
También en los Países Bajos la acción exterior, tendente a internacionalizar el conflicto, era una de las tareas prioritarias de los manipuladores más hábiles, siempre empeñados en “que sus folletos fueran plurilingües o se tradujeran a las principales lenguas de Europa”.
También en los Países Bajos los insurrectos se arrogaban la representación de "todo el pueblo holandés", cuando la realidad era tan otra que en los ejércitos de Alba o Farnesio el número de españoles oscilaba entre 6.000 y 8.000 y el de flamencos entre 30.000 y 50.000.
Las apariencias engañan. Bajo la máscara de una rebelión contra el yugo del Imperio, e incluso bajo el ropaje cierto de una guerra de religión, homologable a todas las que asolaron Europa hasta la paz de Westphalia, encontramos el certero diagnóstico de Geoffrey Parker: "En el fondo era una guerra civil". Exactamente lo mismo que cabría decir un siglo después de la "guerra de los catalanes" de 1714, inscrita en la pugna por la sucesión española entre la casa de Borbón y la de Austria. O lo que cabe presagiar hoy, a la vista del caínismo fratricida que está caracterizando la malhadada campaña de estas elecciones autonómicas que nunca debieron haberse convocado.
Basta ver el cariz de las descalificaciones e insultos, de la violencia, latente o explícita, que va apropiándose del espacio público, hasta crear un código de agresividad, aún más fática que fáctica, pues el significado de las palabras es ya un permanente sobrentendido que sólo sirve para mantener abierto el canal de la comunicación ritual entre adversarios que van volviéndose enemigos. Entre el "¿qué tal día hace?, indepes tramposos" y el "hasta mañana, malditos unionistas" cada jornada de campaña es como un desagradable viaje en ascensor en el que las miradas son mucho más asesinas que los hechos.
Es obvio que el lúgubre pronóstico de Aznar se está cumpliendo. Ha quedado demostrado que los separatistas no tienen la suficiente fuerza como para romper España, pero sí son capaces de fracturar Cataluña en dos mitades cada vez más estancas e irreconciliables. Esas son las bases de una guerra civil, todavía incruenta, se haya declarado o no.
Ha quedado demostrado que los separatistas no tienen la suficiente fuerza como para romper España, pero sí son capaces de fracturar Cataluña en dos mitades cada vez más estancas e irreconciliables
Nunca desde febrero del 36 se habían celebrado en España unas elecciones con una polarización semejante. Tanto los constitucionales como los independentistas ven la pugna del próximo jueves como una confrontación a vida o muerte. Ninguna encuesta pronostica un desenlace claro y eso acrecienta la angustia de la cuenta atrás.
Para los líderes separatistas la derrota acrecienta el riesgo de pagar con largos años de cárcel o exilio el órdago delictivo del 1 de octubre. Para los infamemente llamados "unionistas" -ninguna necesidad hay de unir las partes indisociables de un solo cuerpo- lo que está en juego es la legitimidad del Estado de Derecho por el que vienen dando la cara. Si pierden -o no digamos si retroceden- volverán a la condición de catalanes de segunda y su vida y la de los suyos se hará aun más incómoda y difícil, al menos en el espacio público. “Que Dios nos pille confesados si (los separatistas) ganan las elecciones”, concluía el viernes Cristian Campos, tras dedicar su columna al siempre unilateral “fetichismo de la concordia”.
Las dos partes son responsables de haber llegado al tremendo cara o cruz del jueves, pero por razones distintas. Fueron los separatistas los que huyeron hacia adelante, saltándose todos los semáforos legales, aprovechando la autonomía para jugarse las instituciones catalanas al todo o nada de lo que, al modo de los sofistas del orangismo, presentaban como “insurrección legítima”. Entonces entró en juego un 155, implementado tarde y mal por los constitucionales que, en lugar de detener el reloj para depurar las responsabilidades penales y sanear el modelo, convocaron a uña de caballo estas extemporáneas elecciones, fruto del maridaje entre la cobardía y el voluntarismo.
Las dos partes son responsables de haber llegado al tremendo cara o cruz del jueves, pero por razones distintas
Es obvio que en términos jurídicos la culpa es de quienes vulneraron la ley, pero la torpeza también merece sanción política. Algo quiere decir la mala conciencia con la que se están comportando tanto el Gobierno como los socialistas catalanes, con sus absurdas exhortaciones a medirse en las urnas con los huidos y encarcelados, sus idas y venidas a propósito de TV3, sus vacilaciones sobre la devolución del tesoro de Sijena o la propia extravagancia de indultar preventivamente a quienes ni siquiera han sido juzgados.
Sólo la nave de Ciudadanos, pilotada por nuevos políticos como Inés Arrimadas, Páramo o Carrizosa -amén por supuesto de Rivera- está dando la sensación de seguir un rumbo claro y eso es lo que la intención de voto premia. Pero hay muchas más posibilidades de que su progreso dispare sus expectativas ante unas próximas elecciones generales, que las que hay de que baste para enderezar el rumbo de Cataluña.
Es obvio que nada tiene que ver el vínculo unipersonal que unía a Flandes con el resto del Imperio español con los lazos históricos, culturales, vivenciales y en definitiva constitucionales que insertan a Cataluña en el conjunto de España. Por algo en la crítica del libro de Raphael Minder -mucho más explicativo y ecuánime de lo que se ha dicho- en la New York Review of Books se habla de un "subnacionalismo" catalán. "Es difícil, si no imposible, entender la historia de Cataluña como algo separado de la historia de España", escribe su autor, el politólogo Omar G. Encarnación.
Esto va a continuar siendo así, sean cuales sean los resultados del jueves y el gobierno de la Generalitat que se trate de formar a partir del viernes. Pero no podemos olvidar que la propaganda engendra el mito y una y otro se retroalimentan. De hecho Adriaen van de Venne pintó 'Fishing for souls' en 1614 en plena "tregua de los doce años" entre orangistas e imperiales, con el exitoso propósito de contribuir a romperla. Y es que, según el aserto canónico de Lincoln, "una casa no puede prevalecer mucho tiempo dividida". O tras el 21-D las "espadas como labios" vuelven a su vaina, o a las "palabras frenéticas" de hoy les sucederán, como dijo Stefan Zweig, los peores "hechos frenéticos".