Hace tres años y medio, cuando ya todos sabíamos que el presidente del Gobierno había estado encubriendo la corrupción en la cúpula del PP para que no se descubriera que él mismo había cobrado durante años sobresueldos ilegales, se produjo uno de esos acontecimientos que pueden servir de gozne entre dos eras. Pero no fue el rey Juan Carlos quien compareció para anunciar, como hubiera sido pertinente, que Rajoy le había presentado la dimisión, sino que fue Rajoy quien compareció para anunciar que el rey Juan Carlos le había presentado la dimisión.

Ilustración: Javier Muñoz

Ilustración: Javier Muñoz

Quienes se escandalizaron cuando describí en estos términos la abdicación deberán reconocer que, con el paso del tiempo, se han difuminado los fantasmas que sugerían que Juan Carlos podía no estar en condiciones de ejercer la Jefatura del Estado; y el relevo por su hijo ha quedado circunscrito -así pasará a la Historia- a una mera cuestión de oportunidad política. 

Juan Carlos no tenía ninguna enfermedad degenerativa que redujera sus facultades mentales o tan siquiera su movilidad; Juan Carlos no estaba implicado en ningún escándalo financiero de estallido inminente; Juan Carlos no pretendía divorciarse de Sofía para casarse con Corinna o ninguna otra mujer. Si Isabel de Inglaterra sigue en el trono a los 91 años, Juan Carlos de Borbón podía haber cumplido, tan ricamente, los 80 el próximo viernes como Jefe del Estado. 

Por eso, insisto hoy en que, más que a la abdicación de un monarca, imposibilitado para ejercer su magistratura vitalicia, asistimos a la dimisión de un cargo público por meras razones coyunturales. Como lo hubiera hecho el presidente de una comunidad autónoma, un ministro o un jefe de gobierno. Juan Carlos dimitió porque su popularidad había caído en picado y pensó que con su sacrificio podía relanzar, a través de su hijo y heredero, el prestigio de la Monarquía.

Juan Carlos dimitió porque su popularidad había caído en picado y pensó que con su sacrificio podía relanzar, a través de su hijo y heredero, el prestigio de la Monarquía

Es verdad que el episodio de Botswana había deteriorado gravemente su imagen y que el escándalo de Urdangarín y la Infanta le salpicaba de forma embarazosa. Pero también era víctima colateral del descontento fruto de la crisis económica y, como decía Cela, en este país desmemoriado, quien resiste, gana. El tiempo todo lo cura y él podía haber recuperado terreno, con ayuda de su personalidad e instinto, capitalizando con pleno derecho los aniversarios de las elecciones del 77 y la Constitución del 78, mientras los tribunales hacían su trabajo.

Esa ha sido, de hecho, la estrategia de Rajoy, con muchísimo menos en su haber y bastante más en su debe. Si se hubieran publicado mensajes de Juan Carlos a Cristina o Urdangarín, como los de Rajoy a Bárcenas, se habría tenido que ir literalmente de España. Rajoy aguantó porque contaba con una mayoría servil de diputados que dependía de él -"coro de sombras fieles y monosilábicas", que diría Ortega- y porque, a diferencia del tantas veces tildado de egoísta Rey Emérito, le importaba mucho más su persona que su partido o su país. Y ahí está, ahí está, viendo pasar el tiempo, ocupando el poder sin ejercerlo, plantado a la bartola, respondiendo mecánicamente a los acontecimientos, ganándose día a día el remoquete de Estafermo, bloqueando cualquier transformación, mientras España sigue dando tumbos al pasar de una crisis a otra.

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Es cierto que todo cambio de reinado supone un volver a empezar, pero en una Monarquía constitucional lo esencial no depende del Rey. Por eso fui escéptico ante la gran operación cosmética de 2014. “A menos que su entronización vaya acompañada de un inusitado impulso reformista por parte del Gobierno de Rajoy –escribí entonces-, el reinado de Felipe VI pronto generará la frustración que sigue fatalmente a las ilusiones mal fundadas. Tendremos dos reyes en vez de uno, pero ni la casta política dejará de usurpar nuestros derechos civiles, ni disminuirá significativamente el paro, ni el separatismo catalán cejará en su desafío”.

Valga, por una vez, la autocita no como alarde de premonición, sino como referencia de lo que se ha cumplido y lo que no. En su parte más negativa, 2017 ha corroborado en términos agravados dos de los pilares de mi diagnóstico, pues es obvio que Ciudadanos no ha logrado que Rajoy cumpla ninguno de los compromisos regeneracionistas que permitieron su investidura y la catástrofe catalana supera las más pesimistas expectativas.

En cambio, las otras dos premisas han quedado refutadas para bien: el paro ha bajado en un contexto de recuperación económica y, un tanto inesperadamente, la bicefalia en la Corona ha desaparecido desde que el pasado 3 de octubre aquel a quien muchos españoles veían todavía como "el Príncipe” adquirió, no sólo de iure sino también de facto, la condición plena de Felipe VI, brillantemente revalidada en el mensaje de esta Nochebuena.

Ciudadanos no ha logrado que Rajoy cumpla ninguno de los compromisos regeneracionistas que permitieron su investidura

Que los hechos acaben de desmentirme en este aspecto y haya un Jefe del Estado que represente con claridad a la Nación es algo con mayor trascendencia subjetiva –alta para los monárquicos, baja para los republicanos- que objetiva. Pero la forma en que se accede al cargo es, a estos efectos, secundaria. Lo esencial son sus atribuciones. 

Quiso el destino que, coincidiendo con la abdicación de Juan Carlos y la proclamación de Felipe, el Centro de Estudios Constitucionales reeditara, aquel 2014, el clásico ensayo de Bolingbroke The Idea of a Patriot King, que tanto modernizó la percepción de la Monarquía en los albores de la Ilustración. Siempre me ha fascinado que para desacralizar la figura del Monarca y desplazar el foco desde el origen supuestamente divino de su legitimidad a la muy terrena naturaleza del ejercicio de su poder, Bolingbroke se recreara en un episodio de la antigüedad, introducido enigmáticamente: “Algunos fueron elegidos por razones que hacían tan poco al caso para el buen gobierno como los relinchos del caballo del hijo de Histaspes”.

Se refería al acceso al trono persa de quien no era sino el vástago de uno de los sátrapas del imperio y pasaría, sin embargo, a la Historia como Darío el Grande. Tras haber derrocado a un usurpador, los aristócratas que querían dar continuidad a la dinastía aqueménida de Ciro y Cambises se pusieron de acuerdo en que saldrían al galope y sería rey aquel cuya montura relinchara primero al amanecer. El paje de Darío cruzó esa noche a su caballo con una yegua por la que había mostrado predilección y, en el momento estratégico, le pasó la mano impregnada de su olor por el hocico. El relincho fue estruendoso y, según Herodoto, “los otros echaron pie a tierra y se prosternaron ante él. Darío fue proclamado rey y, salvo los árabes, fueron sus súbditos todos los pueblos del Asia”.

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Lo importante para Bolingbroke no era la forma en que el rey llegaba al trono, sino el modo en que se comportaba luego. Podía producir grandes bienes, hasta obrar prodigios, pero no eran fruto de su unción, sino de su actuación: "Tan sólo un Rey Patriota puede salvar a una nación que se halla próxima a su ruina... Un Rey Patriota es el más poderoso de todos los reformadores, porque él mismo es una especie de milagro perenne. Parecerá que con el nuevo Rey nace un nuevo pueblo".

Algunos de sus consejos siguen siendo, en teoría, aplicables al inicio de cualquier reinado: "Esta ocasión debe aprovecharse, como en el mar los días de buen tiempo, para reparar las averías que hubiese causado el último temporal; y para disponerse a resistir el inmediato que viniere". La metáfora es buena porque toda comunidad política necesita, de vez en cuando, un buen calafateado. El problema es que en una Monarquía constitucional sólo atañe al plano de la representación o, siendo exigentes, al de la ejemplaridad, pues el requisito que añade Bolingbroke -"el Rey debe empezar a gobernar tan pronto como empiece a reinar"- ya no concierne al monarca, sino a un poder ejecutivo emanado de las urnas.

De ahí mi alegación en 2014 de que, “aunque la nuestra fue una gloriosa Monarquía militar a caballo, ahora solo puede encarnarse a pie y, en cuanto cuelgue el uniforme de la jura, Felipe VI se convertirá en un discreto ejecutivo de traje y corbata". Sin los poderes arbitrales que engendraron el borboneo en otra era, ni el ascendente de su padre sobre los poderes fácticos del tardofranquismo, el aprovechamiento de esa oportunidad renovadora no iba a estar en manos del nuevo rey, sino en las del Gobierno. "Felipe VI hará apelaciones a la unidad, leyendo discursos razonables... Pero cuando le pidan que pique espuelas para acelerar el cambio, se dará cuenta de que, a falta de montura, sólo le quedará la opción de que quien relinche sea él".

Pues bien, esto es lo que acaba de suceder en 2017. Con la salvedad de que, cualquiera que tenga capacidad de captar lo que flota en el ambiente, se dará cuenta de que la importancia de ese “relincho” es mayor de la que yo presumía entonces.

Toda comunidad política necesita, de vez en cuando, un buen calafateado. El problema es que en una Monarquía constitucional sólo atañe al plano de la representación

Por supuesto que el "inusitado impulso reformista por parte del Gobierno de Rajoy" no se ha producido. De hecho, ya nadie lo espera. La calamitosa trampa que este hombre se ha hecho a sí mismo en el solitario del 155, al devolver apresuradamente la patata caliente del poder a los golpistas, por vía electoral, con tal de evitarse el engorro de emplatarla, demuestra simplemente que de donde no hay, no se puede sacar. O sea, que lo terrible no es que Rajoy se aferre al poder por soberbia, por inercia o como blindaje penal. Lo terrible es que se aferra al poder para nada.

De la crisis económica pudo sacarle la determinación de Mario Draghi porque era quién, desde el Banco Central Europeo, tenía la capacidad de comprar deuda soberana, hasta donde hiciera falta. De la crisis catalana no puede sacarle la determinación del rey Felipe porque no es quien podía haber aplicado mucho antes, o al menos ahora de otra forma –nombrando una administración interina que gobernara Cataluña durante el tiempo necesario para juzgar y condenar a los golpistas-, el artículo 155 de la Constitución.

Pero el que la confrontación del Rey con el separatismo no haya tenido consecuencias prácticas, tampoco significa que sea estéril. Con una mentalidad impropia de 1738, Bolingbroke escribió que “la fuente de donde se deriva el respeto legal” que merece el Rey “es nacional, no personal” porque –atención- “la majestad no es una luz propia, sino reflejada”. 

Esta es la perspectiva desde la que hay que interpretar una de las frases clave del mensaje de Nochebuena de Felipe VI: “Ha sido un año en el que hemos comprobado el compromiso muy sentido, firme y sincero de los españoles con la España democrática que juntos hemos construido”. Es obvio que el Rey se refería a las banderas, a las manifestaciones, a las retiradas de depósitos, a los sondeos de opinión. Todos esos signos de que, al plantar cara a la “deslealtad inadmisible" de las autoridades catalanas, Felipe VI hablaba en nombre de la Nación y –nunca sabremos si fue primero el huevo o la gallina- la Nación se veía reflejada en su actitud.

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Volviendo a la representación ecuestre del poder, en una democracia parlamentaria, en teoría, es la Nación la que se “monta” a sí misma, a través de un jinete de su elección. En eso consiste, presuntamente, la soberanía popular. Pero la degeneración del sistema hacia la actual oligarquía de partidos, relega al pueblo a la condición de caballo que debe soportar como jinete al gobernante cooptado por la cúpula de turno. Ni el propio Aznar sostiene hoy, visto el resultado, que su criterio selectivo fuera más fiable que el hereditario de la Monarquía. 

Entre elección y elección, a ese pueblo rocinante sólo le queda el derecho al pataleo o, más propiamente, al “relincho”, pero raras veces una sociedad tan plural como la nuestra encuentra una sola voz que interprete su sentir colectivo. Podría haber ocurrido con una estrella del deporte, un actor, un cantante o un presidente de la República –recordemos a Pertini- pero lo cierto es que, al menos en este caso, ha ocurrido con un rey. De ahí que hayamos pasado, en cuestión de dos años, del “qué buen vasallo si tuviera buen Señor”, al “qué buen rey, si tuviera buen Gobierno”.

El remedio se llama elecciones anticipadas. Esperemos que tras la estéril polémica de estos días sobre si Arrimadas debería intentar gobernar en Cataluña, a sabiendas de que sus posibilidades son cero, el PP no pretenda refutar la tesis de que, en casi todos los aspectos, el gatillazo de Rajoy con el 155 deja la causa de la España constitucional en mucha peor situación de la que estábamos. Sería una lástima que la descripción de tanta oscuridad nos distrajera, hasta el extremo de no saber valorar la potencialidad lumínica de que, como dice el buen Gonzalo al final de La Tempestad, resumiendo lo ocurrido en la isla de Próspero, los españoles “nos hayamos encontrado a nosotros mismos”, a través de ese “relincho”.