Tendría 9 o 10 años cuando vi mi primera película pacifista. Se llamaba Un taxi para Tobruk, aunque no salía ningún taxi ni se llegaba nunca a Tobruk. Tal vez por eso, me di cuenta de que cuando tienes un buen título y una buena historia, casi da igual que concuerden mucho o poco.
La próxima vez que vea a Garci, tenemos que hablar de esta película. Era una producción francesa con aportación española. Estaba rodada en Almería, como sucedáneo del desierto de Libia, y pretendía reconstruir las peripecias de un comando de la Francia Libre, fiel a De Gaulle, huyendo de los alemanes, tras la batalla de El Alamein. Lino Ventura, Charles Aznavour y el sevillano Germán Cobos interpretaban los papeles principales.
El "taxi" era un jeep capturado a una patrulla alemana, con su capitán incluido –Hardy Kruger-, cuando se dirigía al puerto franco de Tobruk, a mitad de camino entre Bengasi y Alejandría. No haré spoiler, pues la película sigue disponible, pero la cuestión es que, al cabo de una serie de desventuras, entre dunas de arenas movedizas, atacadas por blindados, simulados con tractores "customizados", mediante carcasas de cartón piedra, la camaradería entre el alemán y los franceses se abre camino, en medio de la contienda.
Más de una vez, me he preguntado el porqué del título y está claro que, al margen de su sonoridad oclusiva, en la Europa que entraba en la década de los 60, con un limitado parque móvil -no digamos en la España provinciana del Seat 600-, un taxi era un instrumento de autonomía personal, un vehículo que te llevaba a donde quisieras, más allá de los límites de tu barrio, tu ciudad o tu provincia. Había algo aspiracional y fantasioso en la idea de que, incluso en medio del desierto, podías levantar la mano y topar con un taxi capaz de transportarte a destinos exóticos. A la libertad por la movilidad. Algo equivalente a la motocicleta Triumph de Steve McQueen en la película casi coetánea La gran evasión.
Medio siglo y pico después, el taxi es a la vez un sistema de transporte que rinde un servicio público catalogado como esencial y un sector económico anquilosado que se resiste a su acuciante reconversión tecnológica. De repente, el taxi, los taxis en manada, se han transformado también en un obstáculo, el primer día incómodo, el segundo antipático, el tercero detestable, que bloquea las ciudades.
El taxi es a la vez un sistema de transporte que rinde un servicio público catalogado como esencial y un sector económico anquilosado que se resiste a su acuciante reconversión tecnológica
En esta paradoja de cómo algo destinado a hacernos la vida más fácil, termina complicándonosla, de cómo una actividad que estaba a la vanguardia de la civilización moderna, parece haberse transformado en un lastre, está la ironía del progreso humano. Es lo que venía a decirnos Tomás Serrano con la viñeta del miércoles, augurando que, en 3018, una huelga de las VTC colapsará la Castellana. Supongo que eso sucederá muchísimo antes, que será en protesta por el dumping de las TSC (Teletransportación Sin Conductor) y que, dentro de mil años, no existirá la Castellana.
El problema, claro, es que al volante de los taxis -como de los Vehículos de Transporte con Conductor- hay personas que reivindican sus derechos, acuñados en un sector inercialmente regulado. La convivencia de licencias para una y otra actividad, la legítima transmisión, especulativa o no, de las mismas, los espasmos legislativos que abrían o cerraban la mano a la demanda -según el viento político que soplaba-, dictando la fluctuación del precio de un bien escaso, y las resoluciones judiciales protegiendo a los concesionarios, han creado los elementos del conflicto.
El telón de fondo, no lo olvidemos, es la paulatina pérdida de competitividad del taxi, frente al servicio que, de forma más barata, eficiente y, a menudo, amable, prestan compañías como la californiana Uber o la española Cabify, a partir de las aplicaciones que cualquiera puede utilizar desde su móvil. Frente a esta tendencia, a la larga inexorable, caben, como siempre, dos reacciones: la proteccionista que restringe la oferta, al servicio de unos pocos con mucho poder de coacción, o la liberalizadora que estimula la competitividad, en beneficio de la gran masa de consumidores.
El telón de fondo, no lo olvidemos, es la paulatina pérdida de competitividad del taxi frente al servicio que prestan compañías como la californiana Uber o la española Cabify
El conflicto entre gremialismo y progreso está enraizado en la Edad Media. En el segundo tomo de su monumental obra Los enemigos del comercio, Antonio Escohotado se remonta hasta el año 858 para ensalzar la reacción de un tal Hinemaro, obispo de Reims, "escandalizado ante el hecho de que grupos de artesanos creen hermandades cuya meta es combatir el intrusismo, pues el derecho civil romano no reconoce como fin social lícito la colusión o pacto en perjuicio de terceros".
Desde entonces, el cierre del acceso a los oficios ha sido un elemento retardatario de la mejora de la calidad de vida de la humanidad. Frente a la aventura individual de la innovación y el emprendimiento, se ha erigido siempre el "gremio", "la capilla", "la tienda cerrada", la "guilda" o "el colegio", con sus rígidas normas de admisión. En Los maestros cantores de Nuremberg -su única ópera cómica-, Wagner se burla de las absurdas pruebas de ortodoxia lírica que había que pasar para ser admitido en esa cofradía.
Pero tal pugna no fue casi nunca cosa de risa, pues los intrusos, inventores y versos sueltos en general fueron perseguidos, encarcelados y quemados como herejes. Tanto el catolicismo como el protestantismo -notablemente Calvino- respaldaron con la autoridad de la Iglesia esa feroz represión de la creatividad y la iniciativa privada. Incluso podemos encontrar el embrión de la lucha de clases en la guerra civil entre los gremios del Arte Maggiore y los del Arte Minore en la Florencia de los Medici.
Tal pugna no fue casi nunca cosa de risa, pues los intrusos, inventores y versos sueltos en general fueron perseguidos, encarcelados y quemados como herejes
Cuando la primera revolución industrial impulsa la transformación del sector textil, los seguidores del general Ludd y el capitán Swing asesinan a algunos industriales, destruyen fábricas y se convierten en pioneros del impuesto revolucionario, enviando "cartas a empresarios y granjeros -vuelvo a citar a Escohotado- para exigir que se abstuviesen de instalar maquinaria compleja o sucumbieran defendiendo sus "forjas satánicas"".
Esa agresiva tecnofobia es la que ahora renace, disfrazada de movimiento solidario, en el conflicto entre las asociaciones de taxistas y las empresas de VTC. Y esta vez son los fanáticos clérigos de Podemos quienes encabezan la procesión de las antorchas que trata de conducir a la hoguera a los innovadores. Zopencos, sin oficio ni beneficio, los consideran reos del delito de lucro, intolerablemente anexo a la creación de decenas de miles de puestos de trabajo y a las ventajas obtenidas por millones y millones de clientes.
Especialmente ruin es la coacción ejercida de forma simultánea y, en cierto modo coordinada, contra los directivos y empleados de Cabify, esa admirable empresa española, creada por el ingeniero formado en Stanford Juan de Antonio que, en apenas siete años, ha pasado de start up a unicornio, superando los mil millones de capitalización e implantándose en una docena de países. Mientras los zangolotinos podemitas lanzaban falsas acusaciones de elusión fiscal a la cúpula de la compañía, los piquetes violentos, azuzados por su verborrea barata, intimidaban, golpeaban y disparaban balas del 22 a los conductores.
Frente a esa escalada de intimidación y chantaje, el amago de Gobierno de Sánchez -con 84 escaños nunca pasará de eso- ha intentado rendirse, a las primeras de cambio, a los taxistas y sus padrinos, sin saber muy bien cómo hacerlo. La ocurrencia de transferir las competencias regulatorias sobre el sector a las comunidades autónomas, para que a su vez permitan a los ayuntamientos controles adicionales, como el de la llamada "licencia urbana", es un disparate contrario al interés general, con pocos precedentes.
Frente a esa escalada de intimidación y chantaje, el amago de Gobierno de Sánchez ha intentado rendirse, a las primeras de cambio, a los taxistas y sus padrinos
Supondría una fragmentación del mercado, similar a la que ya existe con la asistencia sanitaria, que, llevada al absurdo, llenaría España de fronteras virtuales. Cada vehículo debería frenar ante ellas, como en las persecuciones de la América de la Ley Seca, distinguiendo las autonomías tolerantes de las restrictivas. Sánchez ha prometido promulgar un confuso decreto en ese sentido; pero está por ver que disponga de votos para convalidarlo, ni aunque sus medidas sean lo suficientemente radicales como para contentar a Podemos.
El camino de salvación para el taxi es exactamente el opuesto. Tanto Daniel Lacalle como Victor Gómez Frías han hecho propuestas en EL ESPAÑOL, encaminadas a reducir la presión fiscal sobre el sector, relajar las tenazas regulatorias que lo entorpecen y fomentar la renovación tecnológica y la mejora de sus servicios. De hecho existe ya un ejemplo de éxito en el caso de MyTaxi, que aglutina a casi 9.000 conductores, cuyas prestaciones poco tienen que envidiar a las de las VTC. No me extraña que muchas empresas, la editora de EL ESPAÑOL lo ha hecho, lleguen a acuerdos corporativos para que sus empleados utilicen sus servicios.
La solución no es por lo tanto restringir la oferta para encarecerla artificialmente, de forma que los taxistas que se equivocaron al comprar muy caro puedan amortizar sus licencias. Sólo conseguirán que los usuarios se rebelen contra ese trágala e instalen masivamente las aplicaciones de las VTC en sus móviles, mientras echan del poder municipal a los trujimanes de la demagogia barata. La solución es que el taxi se parezca cada vez más a Uber o Cabify. Si no puedes vencer al enemigo, únete a él; o adquiere al menos sus virtudes. La experiencia de Nueva York o Londres demuestra que hay sitio para todos.
La solución es que el taxi se parezca cada vez más a Uber o Cabify. Si no puedes vencer al enemigo, únete a él; o adquiere al menos sus virtudes
Ha querido el destino que Cabify haya instalado su cuartel general en Madrid, en la antigua sede de El Mundo, en la calle Pradillo. Seguro que en el inmueble quedan algunos espíritus benéficos, dispuestos a ayudar a los nuevos inquilinos a prosperar en medio de la persecución y la injusticia. Pero cuando se tiene la razón y el viento de la historia de cola, tampoco hacen falta demasiados auxilios sobrenaturales.
En ese edificio, lideré durante 15 años la forja de un gran periódico que llegó a vender 350.000 ejemplares de media diaria en los kioskos. ¿Qué pensaríamos si, ahora que las cifras oficiales de su edición impresa apenas superan el 15% de esa cantidad -hasta el extremo de que nadie ha notado la huelga de distribuidores de prensa de estos días-, los editores, los papeleros, los impresores, los transportistas o los quiosqueros pidieran que se restringiera la difusión de noticias por internet, manteniendo una tasa histórica de 1 a 30 para proteger a los periódicos tradicionales?
Los primeros que estarían firmando su sentencia de muerte serían esos editores que, liberados de la acuciante necesidad de competir en el mundo digital, aplazarían todavía más su reconversión. A los miles y miles de taxistas que piensan por sí mismos y no se dejan llevar como borregos por los oportunistas de turno, deberían encendérseles todas las alarmas cuando en Perfectos Desconocidos de Álex de la Iglesia –exitazo de crítica y público- aparece uno de ellos, interpretado por Eduardo Noriega, que, a las primeras de cambio, pronostica que "el taxi se acabará en dos años".
Ni tiene por qué ser así, ni va a ser así. Pero ha de quedar muy claro que cada vez que decidamos ir a Tobruk –yo sin ir más lejos, me lo planteo todos los años, de este verano no pasa lo de Tobruk-, los consumidores queremos decidir si cogemos un avión, un barco, un taxi o un cabify, sin que Ábalos, Carmena o Colau tengan nada que decir.