Las nuevas ideas en política o economía pueden cambiar la realidad, pero no tanto como las nuevas ideas en ciencia y tecnología. Son las innovaciones científicas las que suponen verdaderas revoluciones, y por eso tenemos los humanos una relación ambivalente con ellas: por una parte, nos asombramos y congratulamos de lo que somos capaces de conseguir; por otra, nos angustia la incertidumbre de sus consecuencias.
Esta incertidumbre marca nuestra época. Se multiplican los libros y análisis sobre lo que se nos viene encima. Que es muy interesante, pero también lo es lo que ya se nos ha venido. El cambio tecnológico ha sido un componente esencial en muchas de las transformaciones políticas, sociales y económicas que hoy nos plantean dilemas y desafíos de primera magnitud. Hablamos de un cambio que es global por naturaleza y cuyas soluciones sólo pueden partir, en nuestro caso, de Europa. Demos un breve repaso.
La innovación ha sido clave en la forma que ha tomado la globalización, y por tanto en la explotación por parte de nacionalistas y populistas del miedo a sus efectos (reales e inventados) sobre los sectores más vulnerables. Consecuencia de esta explotación han sido el brexit, el triunfo de Trump y la llegada al poder de políticos de instintos autoritarios en el este de Europa y, ahora, en Italia.
De todos estos efectos, el más decisivo ha sido la elección del actual presidente de Estados Unidos, que está amenazando el orden político, militar y económico liberal surgido de la posguerra mundial y de la caída del comunismo. Europa se mueve con desesperante lentitud hacia una mayor cooperación militar que es indispensable para ofrecer al mundo un nuevo liderazgo democrático ahora que Washington renuncia a él. Debemos ser los nuevos adalides del libre comercio, de la seguridad global, de la lucha contra el cambio climático, de los derechos humanos y del marco multilateral en las relaciones internacionales. Y todo esto exige reformas ambiciosas, algunas de las cuales ha planteado el presidente de Francia, Emmanuel Macron. De su éxito depende, en buena medida, el destino inmediato del mundo.
Para retos como la precarización del trabajo o el calentamiento global, la respuesta será tecnológica
Un efecto más concreto del cambio tecnológico de las últimas décadas es la aparición de nuevos gigantes empresariales con un poder con pocos precedentes. Estas grandes empresas (Apple, Google, Facebook, Amazon) prometían un futuro de más libertad individual y mayor competencia, pero hoy esta promesa está en entredicho. Llevan a cabo prácticas monopolísticas y gestionan la privacidad de sus usuarios con muy dudosa diligencia y con escasa transparencia. La Unión Europea, con la comisaria Vestager a la cabeza, está plantando cara con importantes multas en lo relativo a la competencia y se encuentra mejor preparada que el resto del mundo para la protección de datos personales.
A raíz de esto, suele criticarse que Europa castiga al tipo de empresas que es incapaz de crear dada su escasa capacidad innovadora. Es una acusación parcialmente falsa, pero también contiene algo de razón. Ante retos cruciales como el envejecimiento de la población, la precarización del trabajo o el calentamiento global, la respuesta será en muy buena medida tecnológica, y la Unión debe ser capaz de encontrar salidas.
Tal vez les sorprenda que, siendo yo liberal, defienda el papel del Estado en la innovación. Lo hago siguiendo a la economista italiana Mariana Mazzucato, que ha demostrado que los avances realmente rompedores, los que cambian las reglas del juego proceden de la investigación pública. Por poner un sólo ejemplo: internet, que fue un proyecto del departamento de Defensa de Estados Unidos.
Debemos reconocer el papel del Estado como innovador, porque así podremos diseñar buenas políticas de I+D+i, porque podremos establecer alianzas justas con el sector privado y porque tendremos más autoridad para reclamar a las grandes empresas que viven de estas innovaciones que contribuyan al Estado del bienestar en justa correspondencia a lo que ellos han recibido.
Un liberalismo globalista, multilateral e integrador es la mejor respuesta a este mundo de cambios
Volviendo al comienzo de este artículo, las incertidumbres con las que nos encontramos impresionantes. ¿Generará el avance de la automatización grandes masas de desempleados? Y en relación con la salud, ¿de verdad nos aproximamos a esperanzas de vida superiores a los 100 años? ¿Se podrán curar enfermedades que hoy en día son una condena a muerte?
Las tecnologías que lo harán posible estarán disponibles, al menos en una primera fase, sólo para los pocos que puedan pagarla. ¿Aparecerán castas basadas en los genes en lugar de en la procedencia social? ¿Qué efectos habrá sobre las pensiones y sobre el gasto sanitario? ¿Qué sentido tendrá entonces hablar de igualdad?
Nadie puede dar una respuesta completa a los desafíos que nos esperan. Pero sí tengo claro que debemos reflexionar sobre estas preguntas desde un marco liberal y global, que a día de hoy, para nosotros, significa europeo. No debemos tener miedo a entrar en debates como el de la renta básica universal, por poner un ejemplo, o en el de regulaciones en materia de sanidad. Un liberalismo globalista, multilateral e integrador es la mejor respuesta que podemos dar a este mundo en el que los cambios son cada vez mayores y cada vez más rápidos.
*** Beatriz Becerra es vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos en el Parlamento Europeo y eurodiputada del Grupo de la Alianza de Liberales y Demócratas por Europa (ALDE).