En la plaza de Las Pasaderas de Villanueva de la Serena hay una escultura de bronce que representa a un tosco agricultor, tirando de un pollino, que transporta el típico serón de esparto. Entre la correspondiente carga de melones y sandías, emerge el rostro de un niño vivaracho que asoma la mano del serón, para ir apuntando los motes de los vecinos: "Malpeinao", "Torreznito", "Orejilla", "Trasfollao", "Chamarreta"... Y así hasta 136.
"Yo soy ese niño que va en el serón a por sandías, con su abuelo tirando de la burra", resumió, el viernes de la pasada semana, a modo de síntesis biográfica, Antonio Huertas, presidente de MAPFRE y uno de los líderes menos conocidos de las grandes empresas del IBEX. El acto de entrega de la medalla del pueblo, concedida por el ayuntamiento, al que tuve la suerte de asistir, permitió a Huertas contar una historia fascinante de superación de unos orígenes humildes, mediante empeño y talento.
Si uno de sus abuelos era, en efecto, agricultor, el otro era carbonero. Sus padres, allí presentes, habían heredado las estrecheces de la postguerra en uno de esos rincones olvidados de la Extremadura profunda. Su máximo sueño era que un niño tan despierto como su hijo pudiera llegar, algún día, nada menos que a secretario de ayuntamiento. Tras educarse en colegios públicos y hacer Derecho en Salamanca, Huertas contestó, en cambio, un anuncio por palabras que buscaba universitarios "sin experiencia" para vender seguros, a golpe de calcetín, y entró en MAPFRE.
Un cuarto de siglo después, escalando peldaño a peldaño, gracias a sus dotes de liderazgo y a su especial comprensión de la tecnología, se convirtió, en 2012, con sólo 48 años, en uno de los presidentes más jóvenes al frente de una gran multinacional española. Su historia personal es, en cierto modo, remedo de la propia trayectoria de la que empezó siendo una mutualidad agrícola en el suroeste de España y tiene hoy presencia en más de 50 países, en los que hace frente desde a las más triviales contingencias personales hasta a las peores devastaciones de huracanes y terremotos.
¿Quién le iba a decir a aquel niño pobre de Villanueva de la Serena, cuyo primer sueldo fueron 60.000 pesetas, que estaría gestionando ingresos anuales cercanos a los 30.000 millones de euros y "patroneando" -a distancia, claro- el barco que estuvo a punto de ganar la última edición de la legendaria Volvo Ocean Race?
Al día siguiente de ese acto, emotivo como pocos, asistí el momento en que mi paisano Felix Revuelta, creador de la cadena NaturHouse, escoltó a su hija, embutido en el correspondiente chaqué y un elegante chaleco de brocado amarillo, a los acordes de la marcha nupcial de Lohengrin, hasta el "altar" de su enlace civil en una finca de Marbella. Mientras avanzaba lentamente, dando su brazo a la novia, entorné los ojos y me acordé de lo pequeño y angosto que, en todos los sentidos, era nuestro Logroño natal de finales de los 40 y principios de los 50.
Revuelta recuerda que su madre acudido a dar a luz auxiliada por la misma partera local que ayudaba a las cochinas a alumbrar a sus cerditos
Félix había venido al mundo, en sentido estricto, cinco años antes que yo, en el pueblecito de Burgos de su madre. Él mismo recuerda que ella había acudido allí a dar a luz, auxiliada por la misma partera local que ayudaba a las cochinas a alumbrar a sus cerditos. Pero su primera infancia transcurrió en el cuartel de la Guardia Civil de Logroño,en el que su padre estaba destinado como número.
Luego vivieron en una buhardilla, él estudio en los Escolapios, gracias a una beca que renovaba año a año, y más tarde pusieron un bar llamado "Texas", en la calle Colón. Yo había nacido y vivía en esa calle. De vez en cuando acompañaba a mi padre a tomar el aperitivo en aquel bar. "Yo era el camarero que os atendía", me explicó Félix cuando nos conocimos muchos años después.
A la vez huérfano y cabeza de familia, cuando su padre murió en un accidente de coche, y a la vista de lo limitado de aquel horizonte provinciano, Félix se marchó a Barcelona, con una maleta de madera, con el propósito de hacer la mili en la Guardia Civil, para ingresar luego en la Academia Militar. Pronto comprobó que aquella rígida disciplina no era lo suyo.
Entonces empezó a estudiar Económicas y a hacer informes de viabilidad para pagarse la carrera. En uno de esos lances terminó dirigiendo una empresa de Dietética que le sirvió de experiencia para fundar NaturHouse hace 32 años. Empezó con una tiendecita en Vitoria y terminó abriendo una fábrica en Polonia. Entre centros propios y franquiciados ahora cuenta ya con 2.400 puntos de venta en 34 países, tras culminar una exitosa salida a bolsa.
Fainé contó su infancia en la primera postguerra, en una familia de agricultores de Manresa
¿Quién le iba a decir a aquel niño pobre, bueno en matemáticas, que miraba la grisura de la vida provinciana tras las rejas del cuartel o los cristales de la buhardilla, que figuraría en todos los rankings de los españoles más ricos, se convertiría en una de las figuras emblemáticas de Marbella, con su hotel Healthhouse Las Dunas y su vinculación al Festival Starlite, y que ejercería a la vez de gran mecenas del constitucionalismo como promotor de Sociedad Civil Catalana y de discreto protector de la Cocina Económica en la que unas monjitas atienden a los más necesitados en nuestra ciudad?
Pues bien, recién regresado de la boda de la hija de Revuelta, tal vez porque no hay dos sin tres, tuve la fortuna de asistir, el lunes, a la entrega a Isidro Fainé, presidente de la Fundación Bancaria La Caixa, del premio Forbes a la Filantropía. Fue un acto de una hondura inesperada, a la que sin duda contribuyeron el buen criterio del editor de Forbes en España, Andrés Rodríguez, y la atinada presentación que hizo Florentino Pérez de su viejo amigo Fainé. Pero lo que los asistentes recordaremos siempre fue la síntesis paralela que el galardonado hizo de su propia vida y de la de La Caixa, en media hora de relato, salpicado de anécdotas y vivacidad gestual, que nada tuvo que envidiar al famoso discurso de Steve Jobs ante los universitarios de Stanford.
Fainé contó su infancia en la primera postguerra, en una familia de agricultores -"labradores", dijo él- de Manresa, trasplantados a un barrio de inmigrantes de Santa Coloma de Gramanet, sin agua corriente ni electricidad, recorriendo largas distancias a pie para ir al colegio. La Caixa ya era entonces una importante realidad en Cataluña, como legado de la obra ingente de su creador Francesc Moragas que, con un capital inicial equivalente a 562 euros, puso en marcha en 1904 una simple caja de pensiones.
Hecho a sí mismo, gracias a su tesón y brillantez como estudiante, Fainé había comenzado su carrera como ejecutivo en el Banco Atlántico. De ahí pasó a Bankunion y fue entonces, en 1982, cuando el innovador director general de La Caixa José Vilarasau le fichó para la entidad, con el encargo de diversificar el negocio bancario. En poco tiempo se formó una especie de "dream team" empresarial con el propio Vilarasau al frente y Ricardo Fornesa, Antonio Brufau, Juan Antonio Samaranch y Fainé, completando el equipo. "Eramos cinco leones. Nos decíamos lo que pensábamos, pero entre nosotros había compañerismo, solidaridad y buen humor".
Tanto en los tiempos de bonanza como cuando llega la crisis, los gobernantes se fían de sus predicciones
A Vilarasau le sucede Fornesa y a Fornesa, Fainé. Estamos en 1999 y La Caixa se convierte en el tercer gran actor del sistema financiero, junto a BBVA y Santander, constituyendo además un gran grupo empresarial, Criteria, con participaciones estratégicas en Telefónica, Gas Natural, Repsol, Abertis o Agbar. Fainé es ya uno de los hombres más poderosos de España. Tanto en los tiempos de bonanza como cuando llega la crisis, los gobernantes se fían de sus predicciones, basadas siempre en los más completos cuadros de datos, y siguen sus consejos.
Luego La Caixa se convertirá con éxito en CaixaBank y la Fundación La Caixa adquirirá vida propia con Jaume Giró, tal vez el hombre que mejor conoce y entiende el ser profundo de Fainé, como primer ejecutivo. Cuando el órdago separatista obligue a trasladar de Barcelona las sedes sociales del grupo, Fainé no parpadeará. "No dudé ni un instante, tomé la decisión en 24 horas", me confesó no hace mucho. "Había que proteger a nuestros accionistas porque una crisis de liquidez puede tumbar a un banco".
Para entonces los 526 euros que reunió Moragas ya se habían convertido en 20.000 millones. Es cierto que 114 años dan para mucho pero, como explicó Fainé el lunes, dejándonos a todos boquiabiertos, la mera aplicación de la tasa de inflación de este siglo y pico no hubiera llevado ese capital más allá de los 350.000 euros y fue la obtención de una rentabilidad acumulada del 16,5, fruto del acierto empresarial, la que desencadenó el milagro exponencial de los panes y los peces.
¿Quién le iba a decir a aquel niño pobre de solemnidad, que después de hacer la primera comunión rezaba a Dios para que le permitiera paliar la infinita y desgarradora miseria que veía alrededor, que un día presidiría la Fundación que con más medios y empeño lucha contra la pobreza infantil y la exclusión social, impulsa el debate y la cultura con sus Caixa Forum y salas de exposiciones, potencia las oportunidades con becas de postgrado y arropa el voluntariado de quienes acuden a los hospitales a acompañar a los moribundos, como el propio Fainé hizo con su padre, durmiendo junto a él en un colchón para agarrarle de la mano en sus últimos días?
Lo vivido por nuestra generación, gracias a los 40 años de esa Constitución de la que separatistas y podemitas abominan en común, supone un gigantesco éxito colectivo
Vuelvo al bronce de Villanueva de la Serena y me doy cuenta de que ese agricultor destripaterrones y ese niño que asoma del serón representan, como pocas otras imágenes, la verdad del pasado y el futuro de España. Lo vivido por nuestra generación, gracias en buena parte a los 40 años de esa Constitución de la que separatistas y podemitas, como buenos primos hermanos, abominan en común, supone un gigantesco éxito colectivo. Pero así como abundan los reconocimientos a los políticos de la Transición, las estrellas del deporte o las figuras de la cultura, pocas veces valoramos la importancia de nuestros grandes empresarios como creadores de riqueza.
Yo mismo escuché el lunes el comentario que, con tanta cordialidad como intención, deslizó el presidente de Iberdrola Ignacio Sánchez Galán en el oído de Pedro Sánchez, al final del acto de la Casa de América: "Me parece muy bien que siempre hables del mérito y la importancia de las pymes, presidente, pero no estaría de más que también te acordaras alguna vez de todo lo que sumamos las grandes empresas".
Y es que sin el músculo que han aportado nuestras multinacionales en sectores como la banca, la energía y la electricidad, la construcción y las infraestructuras o los seguros y los servicios, la economía española ni habría aguantado, mal que bien, las recesiones ni se aprovecharía, más que muchas otras, de los ciclos expansivos. Detrás de ese milagro empresarial español hay hombres como Fainé, Huertas y Revuelta; o como el propio Florentino Pérez, premiado en 2017 por EL ESPAÑOL; o como nuestro león de este año, Francisco González, a punto de poner término a una trayectoria excepcional, caracterizada por la modernización del BBVA y la integridad e independencia en su gestión; o como ese poker de ases -Isla, Pallete, Reynés, Gortazar- a quienes Fainé destaca, en privado, como los mejores de la nueva generación.
Sería falso decir que estos generales no tienen quien les escriba, pero siempre hay más disposición a escandalizarse por sus emolumentos que a reflejar la traducción en competitividad y puestos de trabajo de sus aciertos. La envidia es el más español de los pecados capitales, la palabra “rico” la más lapidada de nuestro diccionario y no hay más que ver como se agotan las entradas para el musical anticapitalista sobre la historia de Lehman Brothers.
Trayectorias como las de estos tres niños pobres, a los que nada predestinaba para el éxito, son la prueba de que en la España democrática funciona, como les explicó Huertas a los alumnos del colegio público de su pueblo, el “ascensor social de la Educación”. Y cuando un rico ha sido pobre es más que probable que no olvide nunca sus orígenes y contribuya a ayudar sin alharacas a esos colectivos que ni siquiera tienen capacidad de protesta y movilización. No se trata de confundir la justicia social con la filantropía, pero es reconfortante que -por utilizar palabras de Fainé- "las penas no expresadas, las quejas no proferidas", encuentren, de cuando en cuando, también sus paladines.