Puede que fuera demasiado optimista, pero hasta el miércoles estaba convencido de que, a Casado y sobre todo a Rivera, los teníamos rodeados. Había tanta carga de sentido común, patriotismo constitucional y pragmatismo político en los argumentos de quienes defendíamos la abstención de Ciudadanos y el PP en la investidura de Sánchez, que empezaba a tener la sensación de que, aunque las posiciones públicas no hubieran cambiado un ápice, la fruta comenzaba a estar madura y el viraje llegaría a tiempo para la segunda vuelta de un debate de investidura, retrasado a finales de julio.
Por mucho que tratara de blindarse frente a todas esas influencias, cortando sus lazos con el exterior, encerrado en el inmovilismo del "no" junto a sus leales, Rivera no podía seguir haciendo oídos sordos durante mucho tiempo a las apelaciones de los intelectuales que fundaron Ciudadanos, los periodistas y escritores que desde tiempo inmemorial reivindicamos el centrismo, los empresarios grandes, pequeños y medianos que han venido apoyando a la formación naranja y, sobre todo, al clamor de su propio electorado. Nada menos que el 81%, decía "preferir" -atención al verbo, pues implica elegir entre opciones cerradas- la abstención al pacto de Sánchez con Podemos y los separatistas o a la repetición de elecciones.
En el caso del PP, el porcentaje que se inclinaba por permitir gobernar a Sánchez, según el sondeo de Sociométrica que publicamos el lunes, era también abrumadoramente mayoritario. Nada menos que el 64%, lo que indicaba un alto grado de madurez política, entre el propio electorado conservador. Las opiniones de Esperanza Aguirre e Isabel Díaz Ayuso, en defensa de esa tesis, estaban cada vez más arropadas por el aval de las bases y Casado escuchaba, con creciente atención, los argumentos de interlocutores muy variados que le aconsejaban tomar la iniciativa y obligar a Ciudadanos a retratarse.
La fuerza de la ola contaba, además, con el impulso de quienes, desde el entorno de Pedro Sánchez, situaban la investidura en el contexto de un pacto de Estado, entre las grandes fuerzas nacionales, para permitir gobernar a la lista más votada, siempre que no haya una opción alternativa de signo constitucionalista. La causa era noble y el argumento impecable: puesto que el sistema electoral y la ampliación de la oferta política favorecen la fragmentación, antepongamos la estabilidad y la gobernabilidad al filibusterismo encaminado a sacar ventaja partidista del bloqueo institucional.
En cuanto escuché la música, empecé a silbarla. Eso nos hubiera ahorrado las elecciones de 2016 y, por supuesto, eliminaría ahora todo riesgo de volver a las urnas, sin obligar a Sánchez a entregar los altos cargos que pide Iglesias para maquillar su crisis, ni los presos condenados que pedirá Esquerra para ponerlos en libertad al modo Oriol Pujol. Hubiera sido, además, todo un precedente para labrar la senda de los acuerdos transversales de cara a los próximos presupuestos, un pacto de legislatura y quién sabe si un gobierno de coalición. De ilusión también se vive.
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Entonces llegó el mazazo del miércoles, doblemente brutal e incomprensible, cuando, como digo, el convoy del espíritu de Borgen avanzaba soterradamente por la vía del consenso a toda máquina. Después de unas horas de tira y afloja que, por lo que me cuentan testigos presenciales, tuvieron más de teatro que de tensión real, el Partido Socialista de Navarra, llegaba a un acuerdo con Geroa Bai -sucursal del PNV en la Comunidad Foral- para entregarle la presidencia del parlamento, mientras Geroa Bai llegaba a un acuerdo con Bildu para entregarle una de las secretarías de la mesa.
Era el ensayo general de lo que ya se perfila como el inexorable pacto para investir presidenta de Navarra a la socialista María Chivite que obtuvo 11 escaños de 50, con el apoyo de los nacionalistas vascos y la abstención de Bildu. En la oposición quedará Esparza que, desde que cosechó un rotundo triunfo y 20 escaños con Navarra Suma, no ha dejado de invitar a los socialistas a sentarse a negociar cualquier modalidad de acuerdo, recibiendo siempre la callada por respuesta.
Y yo pregunto a Sánchez y al sanchismo, a todos los cráneos privilegiados que le rodean, ¿es que el antiguo ugetista José Javier Esparza, que obtuvo el 36,57% de los votos y cuenta con el 40% de los escaños en el parlamento foral, es de peor condición que él, que tuvo que conformarse con el 28,68% de los votos y sólo cuenta con el 35% de los escaños en el Congreso de los Diputados?
¿Cómo es posible que se reclame insistentemente a dos de los socios de Navarra Suma -PP y Cs- que se abstengan para que gobierne Sánchez y no se le conceda lo mismo a la propia Navarra Suma -que ya había ofrecido su pareja de escaños en el Congreso-, en un lugar en el que, para más inri, la España constitucional se juega el ser o no ser?
Esta contradicción, ya de por sí incomprensible, merece adjetivos mucho más graves si, como es el caso, implica la complicidad de Bildu. Y no se me diga que el PSN no ha pactado nada con Bildu, aunque Geroa Bai lo haya hecho con su aquiescencia, cuando el PSOE sostiene, una y otra vez, que si Ciudadanos pacta con el PP y el PP pacta con Vox, en la práctica Ciudadanos está pactando con Vox.
Esta contradicción, ya de por sí incomprensible, merece adjetivos mucho más graves si, como es el caso, implica la complicidad de Bildu
Pero es que, además, aunque Bildu y Vox sean igualmente "legales" -como dijo la portavoz Celáa- y compartan las mismas prácticas cerriles hacia la prensa crítica, no son equiparables desde un punto de vista ético. Lo escribo con el timbre de superioridad que me da defender a quienes boicotean y ultrajan a nuestros periodistas. Los de Vox serán ostentóreos, maleducados -no todos- y reaccionarios, pero ni son fascistas ni merecen ser tratados como leprosos de la democracia.
La cuestión de Bildu es distinta. Porque necesariamente tiene que ser distinta nuestra mirada hacia el partido de las víctimas que hacia el partido de los verdugos.
No hablo en abstracto. Hablo, por supuesto, de Ortega Lara, de Francisco Javier Alcaraz o del propio Santi Abascal y su familia.
Y hablo, por ceñirnos sólo a Navarra, de Adolfo Araiz, de nuevo parlamentario foral, que aprobó e impulsó desde la Mesa de Herri Batasuna la ponencia Oldartzen, encaminada a "socializar el dolor", mediante el asesinato del mayor número posible de políticos, periodistas o funcionarios.
Hablo de Joxe Abaurrea, de nuevo concejal en Pamplona, que se negó y sigue negándose a condenar el asesinato de su compañero de corporación Tomás Caballero, instigado por la propia Herri Batasuna en la que tenía un papel destacado.
Hablo de Amaia Izko, también concejal en Pamplona, que será juzgada en septiembre, con una petición fiscal de 11 años de cárcel por su "participación activa en ETA".
Hablo de Patricia Perales, también parlamentaria foral, compañera del etarra Javier Pérez Aldunate, condenado a 35 años de cárcel por intentar asesinar al rey Juan Carlos con un rifle de mira telescópica en Mallorca.
Y hablo, por supuesto, de Pernando Barrena, condenado en dos ocasiones por formar parte de ETA y perpetuo escudero de Arnaldo Otegi en todos los intentos de reconstruir la estructura política que mantiene vivo el legado de la banda terrorista.
Con el apoyo expreso de esta gente, el PSN ha logrado varias alcaldías -incluida la de Viana, tan inquietantemente próxima a mi Logroño natal- y con el apoyo tácito de esta gente va a encaramarse al gobierno de Navarra. ¿Cuál será el peaje? En el mejor de los casos, no revertir ninguno de los pasos de acercamiento a Euskadi emprendidos por el nefasto cuatripartito, liderado por Uxue Barko, al que tanto combatía María Chivite desde la oposición. En el peor, seguir avanzando en la hoja de ruta de la "seducción, de manera suave" de Navarra, propugnada por uno de los enviados de Zapatero en las negociaciones secretas con ETA.
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No deja de ser significativo que haya sido el expresidente socialista, con mucho más sentido de Estado del que muchos le suponen, uno de los que más a fondo se han empleado ante Ábalos y Sánchez para intentar impedir que se consumara este peligroso disparate. Al principio existía una fundada esperanza de que viviéramos una reedición de lo ocurrido, hace doce años, cuando el entonces secretario de Organización José Blanco tuvo que cogerse un avión y plantarse en Pamplona para amenazar al líder del PSN, Fernando Puras, con montar una gestora si pactaba con Nafarroa Bai -una coalición abertzale sin vínculos con ETA- e impedía la investidura del líder de UPN Miguel Sanz.
De hecho, los servicios jurídicos de Ferraz llegaron a elaborar hace dos semanas un documento, marcando una serie de líneas rojas a María Chivite -incluida la no colaboración "por acción u omisión" con Bildu-, con el propósito de configurar un casus belli que diera paso a la gestora. Antes de enviarlo surgieron, sin embargo, dos inconvenientes: la reforma de los estatutos del PSOE, promovida por el propio Sánchez, que da a las bases la última palabra en materia de pactos postelectorales y el problemón que iba a suponer encontrar a dirigentes del PSN dispuestos a formar parte de esa gestora.
Los servicios jurídicos de Ferraz llegaron a elaborar hace dos semanas un documento, marcando una serie de líneas rojas a María Chivite
Remontándonos aún más en el tiempo, la situación me recordaba la que se creó en enero de 2004 cuando Zapatero, aún en la oposición, reclamó al presidente de la Generalitat Pasqual Maragall que destituyera a Carod Rovira como vicepresidente, por haberse reunido con ETA, en Perpiñán, sin su conocimiento. Maragall se negó y Zapatero barajó con Blanco y Bono romper con el PSC y relanzar el PSOE en Cataluña. Su brío decayó cuando, examinando la correlación de fuerzas, llegaron a la conclusión de que sólo podrían contar con uno de los diputados del PSC, un tal Celestino Corbacho.
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Tal vez ocurra que, cuando se dice que el PSOE es el partido que más se parece a España, lo que esté poniéndose de relieve es la avitaminosis ética, el escorbuto moral que ha terminado convirtiendo nuestra vida pública en un mero mosaico de proyectos egoístas, de modo que siempre se termina topando con una escuálida María Chivite, loca por la música de ser reina de su baldosa por un día, para repartir el efímero botín entre los suyos.
¿No es Sánchez la estricta representación de esa misma cortedad de miras? ¿No está a punto de quedarse sin toda autoridad moral para reprochar a Casado y, especialmente, a Rivera su cerrazón ante el requerimiento del interés general? ¿No les va a proporcionar un motivo o pretexto -a efectos prácticos da lo mismo- que nos aboca de nuevo al yermo de las almas de otra legislatura fallida para la causa de la España constitucional?
Bailar en Navarra con los lobos de Bildu puede parecer suicida desde la coyuntura de la unidad nacional amenazada. Pero más suicida es aún desde la perspectiva de quienes abogamos por una cultura política basada en la transversalidad y la transacción y nos vemos arrastrados de nuevo, cual ovejas de Panurge, al barranco de un estéril y desolador frentismo. Porque, no nos engañemos, la renuncia a contar con los 125 votos de PP, Cs y la propia Navarra Suma, obliga a Sánchez a comerse a Iglesias con patatas y ya sólo le permite elegir como compañero adicional de viaje entre un presidiario, un prófugo o un terrorista convicto.