¿Qué opinión puede merecer quien, a los pocos días del estreno de una película, que casi nadie ha podido ver todavía, reproduce el mismo golpe de efecto final del guión cinematográfico, supuestamente fruto de un alarde de emotividad espontánea, como colofón de un debate parlamentario?
Como mínimo que es un oportunista. Pero el juicio moral se endurece necesariamente si la materia prima de ese golpe de efecto, copiado y, por lo tanto impostado, son los nombres y apellidos de las 800 víctimas de ETA.
Eso es lo que hizo Santiago Abascal el miércoles, imitando la lectura que el activista Tom Hayden hace de los nombres de los soldados que morían en Vietnam, mientras tenía lugar la interminable vista oral por sus protestas durante la Convención Demócrata de 1968.
Lo que en El juicio de los 7 de Chicago, la estupenda película de Aaron Sorkin que recomiendo a los lectores, surge como un brillante clímax narrativo, adquiere, como calcomanía, una condición postiza y utilitaria que desmerece a Abascal.
Por mucho que él y su familia sufrieran incómodas consecuencias, al plantarle cara a ETA, convertir la memoria y dignidad de las víctimas en un arma arrojadiza de atrezzo, fruto de una ocurrencia imitativa, como quien plagia un gag ajeno, en el punto culminante del debate de una moción de censura, retrata de por sí a Abascal.
Pero, al margen de que este oportunismo tramposo, a costa de lo más sagrado, corrobore el descarnado perfil que hizo de él Pablo Casado, cuando el jueves lo despojó de la máscara patriótica, para mostrar su demagogia y populismo, la pretensión de Abascal de meterse en el papel heroico de Tom Hayden se irá transformando en un bumerán, de efecto retardado, a medida que más y más personas vayan viendo la película.
Porque, con la misma maestría que exhibió, temporada tras temporada, en The West Wing, Sorkin aprovecha la película sobre los ‘Chicago Seven’ para plantear los grandes dilemas de la política, las grandes disyuntivas humanas, a través de las vidas enlazadas de los protagonistas.
“Lea a Shakespeare”, instó Casado a Abascal, como quien ofrece la flauta al jumento de Sileno. Sorkin demuestra que lo tiene muy leído y anotado. Y la más relevante de esas dicotomías es la que contrapone el progresismo pragmático de Tom Hayden con el radicalismo estridente de Abbie Hoffman, icónica figura del movimiento yippie. O sea, la misma antítesis, dentro de aquella izquierda, que hoy reproducen Casado y Abascal, dentro de nuestra derecha.
Por mucho que quisiera imitarle, en su impactante empleo del turno final de palabra ante el juez, Abascal no es Hayden sino Hoffman. Alguien que convierte sus intervenciones en performances y hace de la exageración, la provocación y la confrontación con el sistema, un modus vivendi.
Nada define mejor la contraposición del binomio Abascal/Hoffman con el binomio Casado/Hayden como el párrafo esencial que, a modo de clave de arco, sustenta toda la bóveda del memorable discurso del líder del PP: “La verdadera disputa que hay en España hoy no es entre la izquierda y la derecha, es entre rupturistas y reformistas, entre populistas y demócratas, entre radicales y centristas y usted y yo estamos en los lados opuestos de esta disputa”.
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Durante el juicio, Hayden respeta al juez, como encarnación de la Justicia, poniéndose de pie ante él –“all raise, all raise”-, incluso cuando su conducta es menos respetable. Hoffman busca, en cambio, cada día, una forma diferente de desobedecerle y ridiculizarle. Hayden quiere demostrar su inocencia para perfeccionar la República; Hoffman se regodea en la expectativa de ser declarado culpable, para ejercer el victimismo y la enmienda a la totalidad contra el régimen opresor.
Abascal no es Hayden sino Hoffman. Alguien que convierte sus intervenciones en performances y hace de la exageración y la confrontación, un modus vivendi
Como los “dos mangos de la tenaza” que, según Casado, forman Abascal y Sánchez, el líder yippie necesita que la conducta del juez sea lo más abusiva posible para ponerle en evidencia y el juez abusón necesita de sus desacatos para justificar su severidad despótica. Sorkin encuentra en la casualidad histórica una eficaz arma retórica: los dos se apellidan Hoffman, de manera que cuanto más insisten en que no tienen nada que ver, más patente es su interconexión.
Hay una escena memorable que resume el conflicto entre “rupturistas y reformistas”. El melenudo Abbie Hoffman, interpretado por Sacha Baron-Cohen, por una vez menos histriónico que su personaje, pide explicaciones a Tom Hayden por haber dicho de él que “lo último que pretende es acabar con la guerra”. Hayden le reprocha, primero, sus tácticas provocativas que, en el fondo, legitiman al sistema y, finalmente, sus intenciones: “Sin guerra, no habría Abbie Hoffman”. Algo así como ‘sin Sánchez, no habría Abascal’.
Entonces el líder yippie se la devuelve, preguntándole si no se alegró del asesinato de Robert Kennedy, dos meses y medio antes, porque si el nominado hubiera sido Bobby -y no Hubert Humphrey-, no habría habido protestas contra la Convención: “Sin Chicago, no habría Tom Hayden”.
El casi siempre contenido Hayden, estalla entonces y se le tira al cuello: “¡Yo llevé su féretro, puto animal!”. Esa misma sensación de agravio debió ir acumulándose en el ánimo del líder del partido de Miguel Ángel Blanco y Gregorio Ordóñez, cada vez que escuchó, durante estos dos últimos años, epítetos como el de “derechita cobarde” de labios de Abascal y otros dirigentes de Vox.
En un momento más sereno de su discusión, Hayden advierte a Hoffman que la única manera eficaz de combatir la guerra y la desigualdad es “ganar las elecciones porque si no ganas las elecciones, da igual lo que vaya detrás”. ¿Qué otra cosa significa la celebérrima máxima de Cánovas, “en política, lo que no es posible es falso”, con la que Casado inició su demoledora catilinaria contra Vox?
¿Hasta cuando se creían estos usurpadores de los valores patrios, estos caricatos de la derecha eterna, estos pescadores ventajistas en el río revuelto de las calamidades ajenas, estos mercaderes del “desgarro nacional”, que podrían seguir abusando de la paciencia del líder de un partido democrático, constreñido por su moderación?
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Aznar dijo recientemente, aludiendo a Casado, que “ganarse los galones es responsabilidad de cada uno”. Algunos lo interpretaron como una muestra de escepticismo. Yo más bien como una disposición de expectativa. Pues bien, Casado ya tiene galones.
Sensu stricto había empezado a obtenerlos el día que derrotó a Soraya en el Congreso Extraordinario del PP, pero eso no dejaba de ser una victoria interna. Las condecoraciones que de verdad cuentan son las que se obtienen frente a los enemigos exteriores que tratan de ensanchar sus dominios, a costa del legado que te han dejado tus mayores.
Aznar dijo recientemente que “ganarse los galones es responsabilidad de cada uno”. Pues bien, Casado ya tiene galones
Eso y no otra cosa era la moción de censura de Abascal. Su mera presentación, temeraria donde las haya, por lo escuálido de su base inicial y lo impracticable de cualquier adición, ya presuponía en el PP una debilidad poco menos que cercana al rigor mortis.
Con Rajoy hubiera colado; nunca con Aznar o Fraga. El traje que el ‘hombre del bigote’ -que también tiene muy leído a Shakespeare- le hubiera hecho a este Percy “Espuelas Calientes”, a este Coriolano de tercera, compareciendo a las puertas de su ciudad, al frente de los volscos, habría quedado para los anales. Por no hablar de los épicos bufidos con que ‘don Manuel’ se hubiera quitado de nuevo la chaqueta para dispersar a esta pandilla de saltimbanquis.
El mayor de todos los errores de Abascal ha sido creerse “la furia y el ruido” que escucha por la radio. Imaginar a un Casado tan débil, acomplejado y mustio como para abrirle de par en par las puertas de la polis y acompañarle con una dócil abstención, o incluso con un “no” con la boca pequeña, en su extravagante desfile de guardarropía ante el hemiciclo del Congreso.
Los apologetas de la testosterona ajena terminan confundiendo la moderación, la serenidad y el sentido de los límites con la pusilanimidad, el desistimiento o directamente la cobardía. ¡Cómo se han equivocado con el líder del PP!
Que Casado sea un hombre educado y reflexivo que raramente levanta la voz, un lector empedernido que afronta la complejidad de los problemas con más flexibilidad que dogmas, no significaba que fuera a amilanarse ante la irrupción de unas hordas invasoras. Y menos si llegaban vociferando grotescas consignas antieuropeas, bajo el dopaje “de la ira, el rencor, la revancha, el insulto, la bronca, la manipulación, la mentira y la involución frentista” con que comulgan diariamente.
No estaba en su naturaleza buscar este choque frontal. Pero una vez que la agresión contra el PP estaba en marcha, bajo el disfraz de recabar una especie de derecho de paso, -como cuando Napoleón decía en 1808 que en realidad lo que quería era invadir Portugal-, Casado aceptó el órdago, se preparó con astucia, estimulando la incertidumbre, y ha respondido con tan implacable contundencia que ha redefinido el tablero político en su conjunto. Ahora ya saben todos cómo ruge este león.
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Una diputada, con escaño muy próximo al de Abascal, confirma que lo que vimos en la tele se ajustó a la realidad: “Bajó de la tribuna tambaleante, se acercó como un boxeador medio groggy, y nos dijo que no entendía cómo Pablo podía haberle hecho eso”.
Suele ocurrir con estos falsos derviches, tan frenéticos al bailar, tan mustios al parar; con estos matoncitos de taberna, tan sueltos de lengua para ofender a los demás, tan finos de piel ante el espejo.
Hace cuatro meses este nuevo centinela de occidente, que un día pidió y obtuvo mi ayuda para sacar la cabeza del abrevadero, se atrevió a llamarme “violador en serie de la intimidad familiar”, equiparándome -a costa del montaje delictivo que hace veintipico años me organizó el felipismo- “con uno de esos abusadores que sufrió abusos de pequeño y ahora los ejerce con toda crueldad”.
Y todo por haber reflejado en EL ESPAÑOL el trayecto que va del embargo del piso cuando fracasó como empresario a la inauguración del chalé cuando ha tenido un triunfito como político. ¿Acaso le ha dicho Casado algo remotamente parecido que justifique ahora estos pucheros autocompasivos?
Casado aceptó el órdago, se preparó con astucia y ha respondido con tal contundencia que ha redefinido el tablero político
En absoluto. Más allá de las referencias a su ingratitud con el partido, la demoledora denuncia del líder del PP fue un ejemplo de esa “política sin complejos, pero con cabeza” que él mismo reivindicó.
Al argumentar que Abascal “juega al mismo juego de Sánchez, aunque lo juegue al otro lado del campo”, que por eso es “la derecha que más le gusta a la izquierda” y que como practica el “cuanto peor para España, mejor para usted”, “la conclusión es clara: o Vox o España”, Casado estaba demostrando la esterilidad del voto a la extrema derecha. Quien vote con las vísceras, puede seguir erre que erre, quien lo haga con el cerebro y quiera desalojar a Sánchez del poder, tendrá que volver al PP.
Veremos lo que sucede a partir de ahora. Pero el jueves vivimos un momento histórico, equivalente al de aquella audiencia del comité del Senado norteamericano del año 54 en el que el abogado del ejército Joseph Nye Welch, dio rienda suelta al hartazgo de un conservador decente como el presidente Eisenhower y se encaró, por fin, con el senador McCarthy: “Ya ha hecho usted suficiente daño, senador. ¿No le queda el más mínimo sentido de la decencia?”.
El “hasta aquí hemos llegado” de Casado, fue el “you’ve done enough” de Welch. Y los aplastantes 298 votos en contra, por 52 a favor, del resultado del debate deberían suponer lo mismo que aquel 67 a 22 con que el Senado condenó y enterró para siempre a McCarthy y su caza de brujas.
Quedan dos o tres años para las elecciones y el invierno de nuestro descontento ni siquiera acaba de empezar. Liquidada la ‘foto de Colón’ de la que tanto rédito ha sacado la izquierda, Casado tendrá que demostrar ahora que es capaz de ejercer una oposición responsable, sin que el adjetivo desvirtúe nunca el sustantivo.
Entretanto, es tranquilizador contemplar cómo don Cirongilio de Tracia se hunde, arrastrado por la serpiente marina a la que pretendía estrangular; cómo, con todo su “ruido y furia”, el caballo de Atila vuelve a ser sólo el pony de Atila; y cómo, al final de la película, Tom Hayden -tras casarse con Jane Fonda- emprende veinte años de fértil carrera política en el Congreso y Senado de California, mientras Abbie Hoffman acelera su descenso a los infiernos de la droga, hasta su prematura muerte por una sobredosis del veneno con el que traficaba.