Terminaba mi larga Carta napoleónica del domingo pasado con una cita de Victor Hugo -“El mundo se sintió liberado cuando murió su prisionero”-, y empiezo esta, más escueta y actual, remitiéndome otra vez a su ingenio: “Dios creó al gato para ofrecer al hombre el placer de acariciar un tigre”.
Pocos políticos se conforman con ese tranquilo sucedáneo. Quien gobierna o ejerce la oposición casi siempre tiene sueños de grandeza, proyectos transformadores e instintos combativos.
Lo sorprendente no es encontrar a un político montado en un tigre, por difícil que sea luego bajarse de él o por grande que sea el riesgo de que el animal devore a su jinete. Lo raro es topar con algún pánfilo -Rajoy sería el prototipo- que se contente con ir en burro o en jamelgo, sin capacidad de reaccionar a la aceleración de los acontecimientos ni de defenderse ante los zarpazos de la historia.
Sólo en un hipódromo trucado como el del PP de Aznar podía prevalecer alguien, con menos ambición que un protozoo y acomodado al trote cochinero, cuando había tres aspirantes como Rato, Mayor Oreja y Gallardón que llevaban el tigre puesto.
Hay veces que las apariencias engañan y pronto compartiré las vivencias de los días en que vi transformarse a Zapatero de inofensivo Bambi en peligroso killer. Atención a Pablo Casado, no vaya a ocurrir, cuando menos se espere, lo mismo.
Quien no deja lugar a dudas es Pedro Sánchez. Podría ahorrarse incluso la rutina diaria de montar el tigre del poder porque ni siquiera cuando duerme enguanta las zarpas. El tigre es él, como acreditan los cadáveres de sus amigos, enemigos y compañeros de partido.
Es un depredador político nato. Todo está en su naturaleza fría y elástica, en su determinación a hacer lo que le conviene hacer, en su sentido de la oportunidad y velocidad de ejecución. Por eso una crisis como la de Afganistán ha puesto a prueba su capacidad de respuesta y su gobierno ha hecho un papel tan notable. González y Aznar eran en gran medida también así: seres genéticamente dotados para amoldarse a la implacable ley de la jungla.
Sánchez es un depredador político nato. La crisis de Afganistán ha puesto a prueba su capacidad de respuesta y su gobierno ha hecho un papel tan notable
¿Cómo combatir a un hombre tigre, a un centauro con cuchillos en las mandíbulas y garras sobre los cascos, que domina el centro del escenario, presto a saltar sobre cualquier objetivo como Sánchez? Mi recomendación sería adoptar siempre la vía de la astucia y de la argucia, combinando consensos y disensos, pactos y rupturas, acercamiento y distanciación porque una legislatura es muy larga. Y dos, ni digamos.
Es cierto que Sánchez no le ha dado al líder del PP espacio vital alguno -ni siquiera en la regulación de la pandemia o la gestión de los fondos europeos- y que Casado no deja de sentir ni un día en el cogote el aliento helado de Abascal y su conga mediática. Puede que subirse también al tigre, sacar a relucir al tigre durmiente que lleva dentro, sea hoy por hoy su única opción de afianzarse. Pero es una catástrofe para nuestro Estado democrático que la presa sobre la que se estén abalanzando simultáneamente los dos tigres sea una institución clave como el Poder Judicial.
Máxime cuando tanto Sánchez como Casado tienen razón en una parte importante de sus planteamientos. El problema es que la pierden, cuando en vez de tratar de armonizarla con la visión del otro y buscar un punto de encuentro, se encastillan en sendos maximalismos que no sirven sino para espolear a los respectivos tigres que cabalgan.
Es una vergüenza que septiembre haya comenzado entre espumarajos, zarpazos y maullidos estridentes, igual que concluyó julio. Y eso después de que hayamos rebasado ya los mil días de bloqueo. Quince más de los que duró la última Guerra Civil.
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Vayamos por partes. El PP tiene la obligación constitucional de facilitar la renovación del Consejo General del Poder Judicial y, por supuesto, del Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas y el Defensor del Pueblo. No es una obligación tasada en el tiempo, pero tampoco queda ligada a ningún tipo de condicionalidad como la que esgrime Casado.
Responde, eso sí, a un principio de lealtad institucional que sólo puede entenderse de manera recíproca. Es decir, si fuera flagrante que el PSOE de Sánchez tuviera en marcha un plan para dinamitar el orden constitucional, facilitando por ejemplo la secesión de Cataluña o el derrocamiento de la Monarquía, el PP haría bien retirándose a un Aventino ético que implicara el bloqueo de toda colaboración. Pero, en el día de hoy, no hay ningún indicio de que nada parecido, por mucho que haya sido denunciado de manera preventiva, esté camino de producirse.
Cabe esperar, si acaso, a la próxima reunión de la Mesa bilateral con la Generalitat; pero si en ella no hay concesiones infamantes al separatismo, como las que pedirá Yolanda Díaz, en nombre de Podemos, de cara a la galería, el PP no podrá seguir alegando que Sánchez trata de debilitar al Poder Judicial para romper España. Tampoco se sostienen los pretextos del nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general o los ataques de Podemos a la Corona. Serán gestos políticos todo lo censurables que se quiera, pero ninguno supone una situación límite de suficiente entidad como para bloquear el juego institucional.
Cuando en 1985 alzamos la voz desde 'Diario 16' contra el cambio de la Ley Orgánica del CGPJ, ese partido no existía y Casado tenía cuatro años recién cumplidos.
Queda la gran cuestión de fondo: el cambio del sistema de elección de la mayoría de los vocales del CGPJ. Pocas personas podrán decir, como es mi caso, que llevan 36 años reiterando incansablemente lo mismo sobre un asunto polémico. Hasta tal punto que no es que mi postura coincida con la del PP, sino que más bien es la del PP la que coincide con la mía. No es fanfarronería sino cronología: cuando en 1985 alzamos la voz desde Diario 16 contra el cambio de la Ley Orgánica del CGPJ, impulsado por Alfonso Guerra, ese partido no existía y Pablo Casado tenía cuatro años recién cumplidos.
Fue nuestra insistente denuncia del carácter involucionista de la medida por la que la totalidad de los 20 miembros del CGPJ pasaban a ser elegidos por el parlamento, en lugar de los 8 expresamente fijados por la Constitución, lo que fue abonando el terreno para que, ya entrados los 90, Aznar enarbolara esa bandera regeneracionista. El cambiazo legislativo del 85 suponía sustituir el modelo de la división de poderes que quisieron implantar los constituyentes por el de la coordinación de poderes o gleichschaltung, según la terminología alemana.
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Reconociendo que no es igual que esa “coordinación” emane de la discrecionalidad de un régimen totalitario que del ejercicio de la soberanía popular a través de las urnas, la esencia del debate sigue siendo la misma: ¿son los checks and balances un ingrediente sustancial de la democracia?, ¿debe ser el Poder Judicial uno de esos elementos de escrutinio y contrapeso?, ¿está el principio de legalidad por encima del juego coyuntural de las mayorías?, ¿debe actuar la Justicia como vigilante de los abusos de quien ejerce el poder ejecutivo y controla el legislativo?, ¿debe sentirse cada ciudadano igualmente amparado por los tribunales sean cuales sean sus ideas y conductas políticas?
No veo la manera de contestar afirmativamente a estas cinco preguntas sin oponerse al entierro de Montesquieu oficiado hace cuatro décadas por Alfonso Guerra y a los propios argumentos esbozados esta semana por Félix Bolaños. El ministro de la Presidencia es un jurista templado y un hombre de matices que no merece ser interpretado sobre la base exclusiva de dos afirmaciones radiofónicas rotundas.
Él mejor que nadie sabe que lo que se dirime no es que los “jueces elijan a los jueces”, sino tan sólo a esos doce vocales de un órgano de gobierno como el CGPJ -con funciones tasadas en materia disciplinaria y de nombramientos- en el que siempre van a estar representadas las Cámaras. Algo estrictamente sujeto a la literalidad de la Constitución y plasmado en la Ley Orgánica que estuvo vigente entre 1980 y 1986.
Como también sabe Bolaños, la sentencia del Tribunal Constitucional avaló el cambio de modelo por no encontrar “fundamento bastante para declarar su invalidez”. Pero en su paradójico fundamento jurídico decimotercero “aconsejaba” mantener el anterior sistema ante “la probabilidad del riesgo” de desembocar en un reparto proporcional de los vocales entre los partidos -exactamente lo que viene sucediendo-, cuando la “lógica del Estado de partidos obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos señaladamente el Poder Judicial”.
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Con los pies en la tierra, hay que reconocer que frente a la actual politización partitocrática, planea el peligro del corporativismo gestionado por asociaciones judiciales con fuerte sesgo ideológico. Pero me parece mucho menos problemático legislar de forma que se favorezcan las candidaturas independientes, se estimule el pluralismo en el acceso a la carrera judicial y se bloquee el retorno a la judicatura de los jueces que quieran ser ministros o diputados, que conformarse con la putrefacta situación actual.
Hoy por hoy tenemos lo peor de ambos modelos pues la politización del sistema de elección del CGPJ ha ido impregnando de actitudes partidistas la conducta de los aspirantes a puestos de relieve, dentro y fuera de los tribunales. Hay jueces que a la hora de dictar sentencias miran con el rabillo del ojo a los partidos para calcular el efecto que tendrán en sus carreras y juristas afines a los partidos que tasan no la idoneidad de los jueces para los cargos en disputa sino su presumible grado de lealtad o deslealtad a la causa de sus líderes.
Hay jueces que a la hora de dictar sentencias miran con el rabillo del ojo a los partidos para calcular el efecto que tendrán en sus carreras
No es casualidad que todas las instancias europeas que se han pronunciado al respecto -desde el Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (GRECO) hasta la propia Comisión- hayan pedido a España una vuelta del modelo en el que los jueces elegían a sus representantes en el CGPJ. Y debo decir que la primera vez que me senté con Pedro Sánchez después de su primera elección como líder del PSOE -pongo a Margarita Robles y María Peral por testigos-, sin profundizar en el asunto, él se declaró expresamente abierto a ese cambio.
“Pues, pregúntale ahora”, me decía recientemente uno de sus colaboradores. Es obvio que a Sánchez le ha pasado lo mismo que a Rajoy o a Aznar: que los tribunales le han dado ya los suficientes disgustos como para no renunciar a ningún mecanismo que le permita influir sobre ellos. La diferencia a su favor es que él no se comprometió en público a cambiar el modelo, ni goza de mayoría absoluta para hacerlo, como ocurría cuando los anteriores líderes del PP se retractaron de sus promesas.
Los antecedentes del “pacto por la Justicia”, materializado por Michavila con López Aguilar y el aborto de la reforma de Gallardón el mismo día que iba a ser aprobada por el Consejo de Ministros (al alegar Rajoy que la APM había demostrado no ser de fiar en el caso Divar), restan mucha autoridad al maximalismo actual de Casado. Aunque el pasado de su partido no le vincule, parece una demasía pretender arrancar a toda costa desde la oposición el cambio legislativo al que el PP renunció dos veces desde el poder.
Condicionar inflexiblemente a ese cambio futuro la renovación de los actuales órganos constitucionales, que él mismo admite que no queda más remedio que tramitar de acuerdo con la ley vigente, es una irresponsabilidad. Entre otras cosas porque cualquier pacto de hoy quedaría condicionado al resultado de las elecciones que mediaran entre su esbozo y su consumación. Si el PSOE y Podemos tuvieran mayoría absoluta en 2023, ese pacto se convertiría en papel mojado. Si la tuvieran el PP y Vox, no lo necesitarían para nada.
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Reitero para que no quepa ninguna duda que defiendo el mismo modelo que el PP y que el inmovilismo del PSOE en este asunto resulta nefasto, pero el ultimátum de 72 horas que expira este lunes me parece un auténtico disparate. Ni Sánchez va a desautorizar a Bolaños por una frase manifiestamente matizable, ni menos aún se va a bajar de su tigre por mucho que Casado le azuce desde el suyo.
Dicen que en Génova están preparados para agotar esta legislatura sin que se renueve el CGPJ. ¿Y qué pasará durante la próxima? Es de sentido común que si ganara el PP, sería la izquierda la que se aferraría al precedente y perpetuaría el bloqueo, aunque los actuales vocales fueran feneciendo de manera acorde con las leyes de la naturaleza.
La razón de fondo se evapora cuando se pierden las formas. A todos nos gustaría supeditar el cumplimiento de las obligaciones tributarias o las normas de tráfico al compromiso del legislador de modificarlas, pero ambas cuestiones no pueden resolverse en un mismo acto.
Cuando este lunes el Rey inaugure el año judicial será imposible seguir la ceremonia sin sentir una honda vergüenza ajena. España se convertirá a este paso en un Estado institucionalmente fallido. Sería lo peor que podría ocurrirnos ante los desafíos que se avecinan. La situación es tan grave que casi solo cabe confiar en que, como en la película de Jean-Jacque Annaud Deux frères, los dos tigres se escapen juntos y dejen a sus aguerridos jinetes sin tan bélica montura.