Cuando el martes al filo de la apertura de la bolsa saltó la noticia del relevo al frente de Inditex, todas las miradas se fijaron en Marta Ortega. El futuro es suyo y el desafío enorme, aunque estará bien escoltada por su nuevo 'jefe de gobierno' García Maceiras y un curtido 'consejo de ministros' con los valores probados de la casa.
Lo primero que yo hice, en todo caso, fue corroborar que, tal y como pensaba, Pablo Isla sólo tiene 57 años. EL ESPAÑOL lo definió en cuestión de horas como el nuevo “soltero de oro” del empresariado mundial. Las más atractivas novias multinacionales se lo van a rifar. ¿Por qué no España S.A.?
Dos días después, presentando Palabra de Director en un almuerzo coloquio organizado por la Cámara de Comercio de Sevilla alguien me preguntó por qué nuestra clase política es mucho peor que la del inicio de la Transición. Le contesté que porque las reglas del juego han expulsado a las mejores cabezas de la política y las han desviado hacia las grandes empresas. No le mencioné, pero pensé, claro, en primer lugar, en Pablo Isla.
Lo que sí dije es que al comienzo de la Transición hubo una generación de profesionales, sobre todo abogados y catedráticos, pero también médicos, arquitectos o ingenieros, que dejaron durante unos años sus despachos, consultas y universidades para contribuir a moldear la democracia naciente. La mayoría lo hizo a través de la UCD, pero también el PSOE aportó gran parte de este talento.
Eran grandes figuras con espíritu de servicio, dimensión intelectual y capacidad de gestión. Tuvimos a Fuentes Quintana en la vicepresidencia del Gobierno, a Tierno Galván en la alcaldía de Madrid, a Peces Barba y Antonio Fontán entre los presidentes de las cámaras y a ministros como Joaquín Garrigues, Fernández Ordóñez, José Lladó, Ernest Lluch, José María Maravall, o Miguel Boyer.
Al comienzo de la Transición hubo una generación de profesionales que dejaron durante unos años sus despachos, consultas y universidades para contribuir a moldear la democracia naciente
Cada uno tuvo luego un destino distinto, pero la mayoría de los miembros de esa generación volvió a sus despachos y reanudó su carrera profesional sin ningún trauma, bajo la decepción, eso sí, de haber comprobado las limitaciones y mezquindades de la vida partidista.
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Preocupados por la “sopa de siglas” que tanto contribuyó a la desintegración de la Segunda República y al descrédito del sistema de partidos, los constituyentes del 78 perfilaron una democracia partitocrática que proclamaba la separación de poderes, pero no la garantizaba. Como tampoco garantizaba el cumplimiento del vago requisito impuesto a los partidos en el artículo 6: “Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.
La asunción como definitiva de la Ley Electoral que se elaboró con provisionalidad y premura para las elecciones del 77 completó una arquitectura política en la que la regla d’Hondt fomentaba el bipartidismo, las circunscripciones provinciales favorecían la cantonalización de las minorías y las listas cerradas y bloqueadas consagraban el imperio de los aparatos de los partidos sobre sus bases.
Era una democracia representativa que en la práctica iba a funcionar de arriba hacia abajo, desdeñando por completo la recomendación de Ortega en el antepenúltimo párrafo del último capítulo de España Invertebrada: el “imperativo de selección”.
En contra del cuento chino que ha presentado estos días la etapa de UCD como una prolongación “inercial” del franquismo, fue la mayoría absoluta del PSOE y la falta de escrúpulos y sentido de los límites de su entonces líder, la que enseguida dio paso a gravísimos abusos que cubrieron de descrédito a la política.
La corrupción en todas sus modalidades —el crimen de Estado no fue sino la peor de ellas— provocó una reacción social, al menos desde comienzos de los 90, convirtiendo a los políticos en un colectivo bajo permanente sospecha, mal remunerado —pues se le atribuían otros ingresos irregulares— y merecedor de todo tipo de denuestos.
De ahí a la execración de la “Casta”, el escándalo por ver a un diputado viajar en preferente o alojarse en un hotel propio de turistas con posibles u hombres de negocios, o la crucifixión por añejas actividades familiares sólo faltaban unos cuantos formatos televisivos y la proliferación del anonimato y los bots en Twitter.
¿A quién, con inteligencia para ganarse la vida dignamente o emprender proyectos propios, puede interesarle ese cursus deshonorum, acrecentado y agriado ahora por la polarización exponencial que producen los populismos?
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No es una casualidad que el único presidente del gobierno con experiencia previa de gestión empresarial fuera Leopoldo Calvo Sotelo, ni tampoco que tanto el actual jefe del ejecutivo como el actual líder de la oposición hayan visto cuestionados sus currículos académicos. Es cierto que al menos ambos dominan el inglés. ¿Pero es eso suficiente en un mundo cada vez más complejo en el que la toma de decisiones requiere conocimientos especializados sobre tecnologías de vanguardia y actitudes disruptoras e innovadoras, por hacer honor a nuestro vertical D+I?
A imagen y semejanza de sus líderes, la inmensa mayoría de nuestros políticos no han tenido nunca otro oficio ni beneficio. Empiezan en las Nuevas Generaciones o las Juventudes Socialistas, escalan poco a poco en la burocracia del partido, obtienen los primeros cargos orgánicos, llegan a concejales, empiezan a ir a las tertulias de medios marginales, buscan protectores a los que sirven solícitamente y un día logran el salto a una alcaldía, una consejería autonómica o un asiento en el Consejo de Ministros. Los más espabilados dan el pego y algunos terminan incluso haciendo medianamente bien su trabajo.
Nuestro problema no es que existan “puertas giratorias” entre la política y la empresa, sino que casi nunca funcionan en sentido inverso. Las escasas experiencias de empresarios de éxito como Manuel Pizarro o Marcos de Quinto que han llegado al Parlamento y a la cúpula de sus partidos han sido efímeras y frustrantes. En cierto modo venían de un mundo en el que su misión era resolver problemas y descubrieron que habían entrado en otro en el que recibían el encargo diario de crearlos.
Nuestro problema no es que existan “puertas giratorias” entre la política y la empresa, sino que casi nunca funcionan en sentido inverso
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En 2022 se cumplirá el centenario de la publicación de esa España invertebrada cuya segunda parte se titulaba “La ausencia de los mejores”. A lo largo de siete capítulos Ortega argumentaba el por qué de la pobreza y falta de ejemplaridad de nuestros liderazgos. Un párrafo demoledor compendia su tesis al final del quinto:
“Por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones, el pueblo español, desde hace siglos, detesta a todo hombre ejemplar o, cuando menos está ciego para sus cualidades excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios”.
Cualquiera diría que en la primera frase estaba anticipando lo que sucedería con Amancio Ortega al que no se le perdona el éxito y cuya creciente generosidad se paga con rampantes mezquindades. Y que en la segunda frase auguraba el advenimiento de los Pablo Iglesias, Santiago Abascal o Carles Puigdemont.
Esa “aristofobia” u “odio a los mejores” se plasma todos los días en las redes sociales. La cabeza de quien destaca debe rodar cuanto antes por la plaza pública como expresión última de la envidia nacional.
La cabeza de quien destaca debe rodar cuanto antes por la plaza pública como expresión última de la envidia nacional
Es el otro gran factor, junto a la rigidez partitocrática, que retrae a los españoles mejor dotados para la gestión de la participación en la política. España tiene grandes líderes, pero están en los puentes de mando de las empresas con proyección internacional. Alguno ha podido “heredar” pero la gran mayoría ha llegado a la cima a través de la selección natural de los cargos directivos, ese estamento que tanto cuida Isidro Fainé como decano de esta aristocracia del mérito.
Son personalidades a las que la Harvard Bussiness Review, Forbes o McGraw Hill distinguen como los mejores del mundo en su ramo. Figuras que han demostrado durante muchos años su capacidad de crear valor, es decir empleo y prosperidad, a través de sus compañías. Son los Florentino Pérez, Ignacio Sánchez Galán, Ana Botín, Juan Roig, Francisco Reynés, Antonio Huertas, Josu Jon Imaz, Marta Álvarez, Ignacio Garralda, Antonio Brufau, José María Álvarez Pallete, Dolores Dancausa, José Bogas, Carlos Torres, José Manuel Entrecanales, Ángel Simón —no están todos los que son— o, por supuesto, el más listo de la clase, Pablo Isla.
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Desde que este abogado del Estado, que venía del Banco Popular y ya había gestionado con éxito la tabaquera Altadis, fue seleccionado por un head hunter en 2005 para el puesto de consejero delegado de Inditex, su compañía ha multiplicado casi por diez su valor bursátil, convirtiéndose en la mayor firma cotizada española y -se dice pronto- en la mayor empresa textil del mundo.
Cualquiera que conozca a Pablo Isla sabe que, tras su apariencia tímida y serena, anida una gran capacidad de empatía, una disposición constante a la acción y un ansia de conocimiento que va mucho más allá del estricto ámbito de su sector. Ningún otro español —con la salvedad de Ana Botín— tiene sus contactos internacionales, su acceso a los grandes medios de comunicación y su relación con los principales think tanks globales.
Sus dos años iniciáticos como Director General de Patrimonio, dentro del Ministerio de Economía, acreditan su interés por la gestión pública y su reciente implicación en foros como los organizados por CEOE o nuestro Wake Up, Spain revela su compromiso con nuestro futuro colectivo. Cada vez que se ha imaginado un “gobierno de los mejores” Pablo Isla ha estado muy alto en la quiniela.
Si España, como Monarquía o República, fuera un régimen presidencialista, sin duda el que mejor garantiza la separación de poderes, surgirían ya hoy plataformas cívicas promocionando el “Pablo Isla for president”. Y qué gran argumento para un maravilloso cuento de Navidad sería el de una campaña electoral en la que alguien estuviera avalado por sus hechos para proponer con credibilidad multiplicar España por diez o al menos hacerla diez veces mejor.
Qué gran argumento sería el de una campaña electoral en la que alguien estuviera avalado por sus hechos para proponer con credibilidad multiplicar España por diez
Por desgracia eso no lo verán nuestros ojos. Ni el PP ni el PSOE se atreverán nunca a promover la candidatura de un independiente. Menos aun a hacerse a un lado para que en medio del juego del dodecágono hacia el que la fragmentación lleva camino de convertir cualquier investidura, el Rey pueda proponer a alguien como Pablo Isla, al modo en que el presidente de la República Italiana propuso a Mario Monti o al actual primer ministro Mario Draghi.
Pero el mero hecho de que esta hipótesis se nos pase por la cabeza, y de que haya un hombre idóneo teóricamente disponible, viene a demostrarnos que “el problema, querido Bruto, no está en las estrellas sino en nosotros mismos”. Porque como escribió Ortega en ese antepenúltimo párrafo en pro del “imperativo de selección”, “si España quiere resucitar, es preciso que se apodere de ella un formidable apetito de todas las perfecciones”.
Y, por terminar con una tercera cita culta, lo que ya sabemos todos es que “de donde no hay, no se puede sacar”.