Todo sucedió en una semana. De miércoles a miércoles, de sesión de control a sesión de control. El 16-F Pablo Casado seguía siendo el líder de la oposición y el yerno favorito de todas las madres del barrio de Salamanca que se levantaran lo suficientemente tarde para no escuchar a los heraldos de la ira bramando contra el "canalla" y su "esbirro" Teodoro. En cambio, el 23-F —guarismo fatídico— cuando intentó despedirse con elegancia, ni Sánchez en el hemiciclo, ni Cayetana en los pasillos soltaron la mordida. Y sólo le siguieron tres.
Nunca la política había sido tan inclemente. Empezaba a parecerse demasiado a la guerra por otros medios hasta que las bombas de verdad cayeron sobre Ucrania. Pero los cadáveres del único presidente del PP elegido democráticamente y su lugarteniente yacían ya sobre el asfalto. Sólo quedaba la duda de si el magnicidio había precedido o no al suicidio.
Así terminaba, en todo caso, la reproducción a escala del incidente del Golfo de Tomkin. Miguel Ángel Rodríguez acababa de nacer cuando en el verano del 64 la CIA organizó un ataque simulado de patrulleras de Vietnam del Norte contra el destructor USS Maddox en aguas internacionales.
Cualquiera diría que a la vez que le salían los dientes de leche el estratega de la Puerta del Sol aprendió la lección de cómo desencadenar la llamarada de una crisis inventando una agresión, generando un victimismo y justificando una implacable represalia. Los torpedos norvietnamitas eran imaginarios, pero le sirvieron a Lyndon Johnson de pretexto para enviar tropas al sudeste asiático.
Diez días después no hay el menor dato que corrobore que con el impulso o beneplácito de Casado o García Egea se realizara ningún seguimiento, interceptación telefónica, asalto a domicilio o cualquier otro acto ilegal de espionaje contra Isabel Díaz Ayuso como divulgaron dos medios de comunicación aquella noche en que se desató el escándalo. Por eso nadie ha reconocido los hechos. Por eso tampoco hay ninguna investigación abierta.
En cambio, la denuncia tan toscamente expuesta por Casado, de que un hermano de Ayuso recibió dinero a cuenta de un contrato de mascarillas de la Comunidad de Madrid, fue corroborada en lo sustancial por la propia presidenta —la cantidad y el concepto del pago eran secundarios— y ha dado pie a la apertura de una investigación formal por la Fiscalía Anticorrupción.
¿Cómo es posible entonces que quien aparentemente habría disparado al aire, con una denuncia sin aval documental alguno, se haya cobrado las piezas del presidente y secretario general del PP, superando más viva y coleando que nunca una embarazosa situación con apariencia de nepotismo y al menos una indiscutible responsabilidad in vigilando?
Ayuso ha demostrado ser una eficiente profesional de la política con un extraordinario jefe de estado mayor al lado y una potente maquinaria mediática a su servicio
Mi respuesta es clara: Díaz Ayuso ha demostrado ser una eficiente profesional de la política con un extraordinario jefe de estado mayor al lado y una potente maquinaria mediática a su servicio. En cambio, los apuñalados Pablo y Teodoro se han comportado —y vaya que lo siento pues escribo desde el aprecio— como dos pardillos de tomo y lomo.
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Sus errores comienzan en el momento en que reciben la denuncia contra la presidenta. La alternativa no era “meterla en un cajón o preguntar”, como dijo en la Sexta García Egea, sino buscar activamente la verdad por medios legales dentro de los cauces del partido. Casado debía haber convocado a Ayuso cuantas veces hubiera sido necesario para aclarar si, como dijo el viernes en la Cope, había incurrido en un caso de “tráfico de influencias”, con “falta de ejemplaridad” y un “testaferro” de por medio.
Y si ella se hubiera empecinado en su negativa inicial a dar explicaciones con el detalle imprescindible, Casado debería haber llevado el problema a su comité de dirección y abierto una investigación interna de carácter formal. En lugar de ello, permaneció seis meses de brazos cruzados sin que ni yo ni nadie entendiéramos por qué bloqueaba las lógicas pretensiones de Ayuso de presidir el PP de Madrid.
Esa pasividad, que cualquier árbitro de balonmano habría considerado punible, fue la que permitió a Rodríguez elegir el campo de batalla del espionaje que nunca existió y el día y hora de la batalla, justo cuando se dirimía el dilema de dar entrada o no a Vox en el Gobierno de Castilla y León.
Esto garantizaba que Ayuso, partidaria de ceder a esa demanda, no sólo iba a contar con sus propias bases y apoyos mediáticos sino también con los de Vox. De esa manera, la ventaja que desde el punto de vista de la correlación de fuerzas ya existía entre una presidenta con todo un ejército político y mediático bien pertrechado y una inerme dirección de Génova sin apenas otro resorte que el discursivo, se volvía aún más abrumadora.
De ahí la incomprensible ingenuidad o peor aún la aturdida inconsistencia con que Casado recogió el guante aquella mañana y abofeteó a la presidenta sin calibrar hasta dónde podía llegar en sus acusaciones y hasta qué momento estaba dispuesto a mantenerlas.
Al salir del estudio de la Cope el líder del PP ya se había convertido en el cazador cazado, en la medida en que se había precipitado a destapar sus cartas a modo de contrataque cuando no tenía necesidad de hacerlo. Pero lo que realmente le mató fue la retractación de esa misma noche, dando por buenas unas endebles explicaciones que no podían sino generar nuevos interrogantes, y reconociendo así que se había pasado de frenada.
La suerte quedó echada en el encuentro entre los dos antagonistas, cuando Casado le ofreció un pacto y Ayuso, consciente de su paradójica posición de fuerza, exigió y obtuvo la rendición incondicional. Fue ese momento del duelo en el OK Corral en el que uno de los pistoleros parpadea deslumbrado por el sol y un instante después tiene una bala alojada en el entrecejo.
Casado comentó a algunos amigos que la conversación de más de dos horas y media con Ayuso fue "cordialísima". Eso retrata tanto su bonhomía como su grado de confusión. Ella pudo indultarle y no lo hizo. Cuando se desenfunda no ha lugar al empate.
A partir de esa noche Casado y García Egea fueron incapaces de transmitir una posición consecuente que diera cohesión a sus seguidores. Ellos mismos acababan de arriar la bandera de la ejemplaridad, la transparencia y la tolerancia cero frente a todo atisbo de corrupción, al darse por satisfechos con la muñeca rusa recién desenvuelta, sin tan siquiera tratar de mirar lo que había en su interior.
Casado comentó a algunos amigos que la conversación de más de dos horas y media con Ayuso fue "cordialísima"
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Tan tocados quedaron por esa retractación —"Casado recula", decía el rótulo de continuidad en el debate de La Sexta Noche— que ni siquiera intentaron explicar que en realidad el expediente que acababan de cerrar se refería sólo a los ataques de Ayuso a la dirección. Tan catatónico quedó su ánimo político que a la mañana siguiente ni siquiera se quejaron de la coacción tumultuaria frente a la sede y los abominables insultos vertidos contra ellos.
Fuimos otros los que tuvimos que denunciar que el genio de las furias callejeras se hubiera vuelto a escapar de la polvorienta botella de nuestra peor historia. Era como si regresáramos no al Madrid de la Segunda República sino a la Barcelona de las bullangas del siglo XIX.
¿Qué hubiera ocurrido si esa mañana Casado y García Egea hubieran decidido acudir gallardamente a los despachos que ocupaban con la plena legitimidad que un proceso democrático les había conferido? Ya estaban noqueados y cuesta añadir nuevos reproches al alud que han recibido dos personas integras y honestas, pero su desistimiento, sin siquiera rechistar ante la sincronizada combinación de un movimiento de masas y un linchamiento mediático, supone un pésimo precedente.
Ese domingo por la tarde Casado debió haber apelado a los militantes y votantes del PP y a la opinión pública en general, reclamando que se detuviera el partido hasta que quienes habían invadido el campo de juego con violencia verbal y ademanes de histeria fueran desalojados del recinto por las fuerzas de la razón y se restableciera el debate sereno y ordenado.
No esbozó un ay, no movió un dedo y su suerte quedó dictada antes de que se produjera ninguna votación en ningún órgano del partido. Será un baldón permanente en la historia del PP.
A partir de ahora a cualquiera le pueden hacer lo mismo. Empezando por Feijóo. Si el "jarabe democrático" inventado por Pablo Iglesias contra Soraya o Rosa Díez ya se expende en las droguerías de la derecha supuestamente moderada, cómo se le va a negar a la izquierda más extrema la licencia para repartirlo delante de los bancos, empresas eléctricas o sedes de medios de comunicación. En ese campo de juego la revolución siempre ha tenido todas las de ganar.
No sé hasta qué punto son conscientes Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez y su equipo de que este pasado fin de semana su máquina política ha emergido como un poder fáctico en la capital, con su potencia institucional, sus apoyos mediáticos incondicionales y su force de frappe en las calles. Es lo más parecido a lo que orquestaron los jacobinos en el París de 1793 desde el club de la calle Saint Honoré, mediante el control de la Comuna, las secciones de los barrios y los extremistas sans culottes como aliados.
Con ese conglomerado en frente Casado, Egea, Terol o Montesinos no eran sino cuatro pobres girondinos aferrados al árbol de la libertad de unos princpios vacilantes. Era imposible que los demás no se dieran cuenta de lo asustados que estaban tras haber calculado mal sus fuerzas.
Y era inevitable que el peor rostro de la condición humana aflorara en forma de deserciones en cadena. "Tu quoque, fili mei?", debió de pensar Casado al ver como su exjefe de gabinete Pablo Hispán o el manta de Suárez Illana, que tanto le debía, se sumaban a sus apuñaladores.
Más vale que, puesto que Alberto D. Prieto ya los reconstruye en su vibrante crónica, nos ahorremos aquí —oh lectores compasivos, amantes aun de una urbanidad política en desuso— los detalles que enhebran la moviola de las frías mezquindades y prosodias desviadas de esos tres días finales de hundimiento en el búnker de Génova. Los presidentes provinciales iban a acudir en auxilio de los sitiados, pero tanto ellos como sus unidades de refresco se habían diluido en el éter de la falta de consignas.
No sé hasta qué punto son conscientes Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez y su equipo de que su máquina política ha emergido como un poder fáctico en la capital
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El tiempo de Pablo Casado ya no existe. Merece mucho mejores exequias que las que se le han tributado, pero en todo caso serían fúnebres. Como las del joven conde de Campo Alange engalanadas por la crónica poética de Larra. O las del casi adolescente Carlos Casagemas, amortajado por su amigo Pablo Picasso con toda la melancólica belleza de su periodo azul, después de que se pegara un tiro tras intentar acabar con la mujer que le desdeñaba.
Ninguna lágrima podrá volver a colocar ya a Pablo Casado sobre la montura. El telón ha caído amargamente sobre él. Se le acusó de crueldad y la ha recibido multiplicada con desmesura, abuso e injusticia. Vae victis. Sólo el mañana le tratará mejor.
Como ocurre al final de Hamlet un príncipe, llegado como Fortinbrás del noroeste, va a recoger el cetro y la corona ensangrentada. Los mejores antecedentes le preceden. Puede ser un pacificador, un sanador, un negociador, un componedor e incluso un batallador y un conquistador. Pero, toda vez que la que sale reforzada en la calle, la prensa y las encuestas es Ayuso, no sería improbable que pronto se comenzara a decir que el prudente y sabio Feijóo va a ceñirse una corona hueca que le permitirá reinar mucho más que gobernar.