En 1823 la mayoría de los diputados recién elegidos tuvieron que salir de España, huyendo de un ejército invasor y de la condena a muerte del propio jefe del Estado al que habían inhabilitado durante tres días para conducirle por la fuerza de Sevilla a Cádiz.
En 1873 la, súbitamente mitificada, Primera República celebró unas elecciones constituyentes bajo el espíritu de una circular que el ministro Pi y Margall remitió a todos los gobernadores: "Las oposiciones por mucha que sea su libertad y por muchos que sean sus esfuerzos han de quedar en notable minoría y ser arrolladas en los futuros debates". La abstención superó el 60% y los crímenes políticos se produjeron por doquier.
En 1923, tuvieron lugar las últimas elecciones generales de la Restauración, ganadas como siempre por el gobierno que las convocó -en este caso, el del liberal García Prieto- que, poniendo, como era de rigor, la carreta delante de los bueyes, había fabricado previamente el ‘encasillado’ que repartía el poder entre las clientelas de los diferentes caciques. Menos de cinco meses después, el Cirujano de Hierro Miguel Primo de Rivera aplicaría el bisturí de muerto el perro, se acabó la rabia.
En 1973, el franquismo convocó sus segundas elecciones municipales en toda España. Los concejales eran elegidos por tres tercios: el familiar, el sindical y el de las entidades educativas, culturales y económicas. Para ser candidato era requisito previo jurar los Principios Fundamentales del Movimiento. Ningún aspirante podía gastar en propaganda electoral más de una peseta por habitante en los municipios de menos de 100.000 ni más de dos reales en los que sobrepasaran el medio millón. El decreto de convocatoria prohibía eufemísticamente "toda clase de asociaciones o uniones circunstanciales con fines electorales".
Estas cuatro calas, con intervalos de medio siglo, deberían servir para ridiculizar por contraste a quienes hoy sostienen que nuestra democracia es una farsa y nuestro proceso electoral una ristra de trampas institucionalizadas. Sin embargo, la reiteración de los episodios de compra de votos y el truculento suceso de Maracena, por muy excepcionales que sean, nos remiten a lo peor de ese pasado.
Es como si de repente la degradación de las costumbres políticas reavivara el eterno "problema de España", basado en una especie de resistencia genética a aceptar con limpieza las reglas del juego democrático. En ningún país europeo se producen detenciones a tres días de unas elecciones como las de Mojácar, Albudeite o Melilla; ni se desencadenan denuncias cruzadas en un número significativo de municipios.
En este plano lo más grave es sin duda lo de Melilla, pues afecta a la ciudad autónoma más alejada de nuestro hinterland y más amenazada en su identidad y soberanía por las reivindicaciones de Marruecos. La sospecha de que un partido como Coalición por Melilla, principal aglutinante del voto musulmán, lleve décadas practicando el fraude electoral, ora al servicio de Rabat, ora de las mafias locales, resulta más que inquietante.
El decreto de la fiscalía encomendando a Anticorrupción la investigación de múltiples delitos conexos pone los pelos de punta. ¿Para qué sirven los servicios de inteligencia si no han sido capaces de detectar a tiempo algo de esa envergadura?
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Igualmente sorprende la falta de reflejos del PSOE a la hora de gestionar unos acontecimientos que han dinamitado la campaña personalista en la que Sánchez en definitiva también compraba votos, pero de forma legal, a costa del Presupuesto. Ni expulsiones, ni expedientes disciplinarios, ni retirada de las candidaturas dopadas… Dicho sea, por cierto, en el sentido literal de la palabra, pues en Albudeite la trama socialista a veces pagaba en metálico y a veces con droga.
Sánchez se ha aferrado al mantra de que "la derecha", como rutinaria encarnación del mal, ha estado "embarrando las elecciones". No es de extrañar que el índice de movilización de los votantes socialistas estuviera el viernes en algunos trackings por debajo de un inquietante 65%. Por eso el presidente puso la venda antes que la herida, alegando que "no quieren que vayamos a votar".
Pero "la derecha" no aparece por ninguna parte en el auto judicial sobre los sucesos de Maracena. Todos los protagonistas son del PSOE: la víctima y sus agresores. Estremece repasar el relato ante el juez del secuestrador y pareja de la alcaldesa. Sobre todo, el pasaje en el que explica como Noel López, el bedel venido a más y actual mano derecha de Juan Espadas, le argumenta que a él no le "va a pasar nada" porque padece trastorno bipolar.
"Si Sánchez fuera coherente con los propósitos de regenerar el PSOE-A, debería exigir a Espadas una depuración inmediata de responsabilidades"
Sólo faltaba la "bolsita de cocaína, de parte de Noel, para que se envalentonara el día que iba a cometer los hechos". Estamos de nuevo en la peor sociología del caso de los ERE, cuando "el chofer de la coca" utilizaba parte del dinero desviado para suministrar droga a los altos cargos o cuando la madre de uno de los implicados se jactaba de que su hijo tenía "dinero para asar una vaca".
Si nos remontamos al caso Juan Guerra, contemplaremos ya 35 años de trapisondas delictivas protagonizadas por un "socialismo Botejara", anclado en la picaresca de la España profunda. Porque la clave de este híbrido de crónica negra, intriga política y culebrón sentimental estriba, claro está, en que el juez instructor ve "irregularidades" en los expedientes urbanísticos que la edil Vanesa Romero llevaba en el coche cuando fue secuestrada.
Si Sánchez fuera coherente con los propósitos de regenerar el PSOE andaluz, tantas veces proclamados al servicio del acoso y derribo de Susana Díaz, debería solidarizarse públicamente con la agredida y exigir a Juan Espadas una depuración inmediata de responsabilidades. Otro tanto debería ocurrir en Murcia, si se confirma que miembros de la dirección regional conocían el trapicheo fraudulento de los detenidos en Albudeite.
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Pero, desde un punto de vista político, lo especialmente grave es que el PSOE no haya roto su pacto con Coalición por Melilla y ni siquiera esté descartando expresamente su reedición. Si desechamos la hipótesis de que la compra de votos en las otras localidades responda a una trama coordinada por algún órgano o estamento del PSOE a nivel nacional; es decir, si convenimos que estamos ante casos aislados de picaresca delictiva, el poso final de este escándalo será otra vez la inaudita capacidad de Sánchez para elegir los peores aliados posibles en los lugares más inconvenientes.
Hemos ido de norte a sur. La campaña comenzó con el desafío de las listas de Bildu trufadas de asesinos y ha terminado con el descubrimiento de la "criminalidad organizada" de Coalición por Melilla.
Todo ello adobado con las propuestas disparatadas de Podemos, queriendo nacionalizarlo todo y perseguir a cualquier persona de mérito y de éxito, sea Juan Roig, Florentino o Ana Rosa. Y con la insistencia de Esquerra en reabrir el procés mediante un referéndum pactado con el propósito de destruir España. E incluso con los escarceos de la propia Yolanda Díaz para "desbordar el pacto autonómico", pues no en vano fue el mentado Pi y Margall uno de los pocos referentes históricos invocados en la presentación de Sumar.
"Feijóo podrá marginar a Vox, colocándole entre la espada de unos meros pactos de investidura y la pared de parar el reloj hasta las generales"
Para una de las pocas cosas útiles para las que ha servido esta malhadada campaña es, por lo tanto, para corroborar que Sánchez es él y sus "circunstantes". Así quedará reflejado en los pactos autonómicos y municipales que comiencen a fraguarse esta noche y sobre todo en su proyecto de "coalición progresista" para seguir en la Moncloa a partir de diciembre. Más que como cabeza de un nuevo gobierno Frankenstein, Sánchez podría concurrir en calidad de organizador de un próximo "baile de los monstruos".
De ahí la doble oportunidad que puede abrírsele a Feijóo si los resultados de hoy son acordes a las últimas expectativas del PP. Por un lado, claro, la de ganar las municipales en su conjunto y las autonómicas como lista más votada en hasta media docena de comunidades en las que la última vez venció el PSOE.
Pero lo que redondearía su éxito sería descartar, a continuación, cualquier gobierno de coalición con Vox, según el modelo de Castilla y León, en autonomías y capitales de provincia. El líder del PP privaría así al PSOE de su principal arma: la apelación al miedo a la ultraderecha.
No hay más que ver cómo Ximo Puig ha respondido a la "mascletá perfecta" de los escándalos del fin de la campaña, difundiendo un video distópico sobre los retrocesos que supondría que el PP "volviera" a la Generalitat incorporando a un vicepresidente de Vox, condenado encima por maltrato.
[El PSOE 'pierde' la campaña del 28-M: todo lo que le ha salido mal en las últimas dos semanas]
Los dirigentes y analistas gubernamentales coinciden en que Feijóo no tendrá margen de maniobra y, sobre todo, no se atreverá a dar ese paso. Discrepo, eso es lo que les gustaría a ellos.
En el caso de los municipios en los que el PP gane en minoría, le bastará esperar tres semanas a la constitución de los ayuntamientos. Es obvio que Vox no le va a dar la vuelta al resultado para apoyar a la izquierda. Y eso es también aplicable a las comunidades que requieren mayoría cualificada para la investidura y a los municipios en los que el PP no gane, pero la derecha "sume".
Si los resultados son los esperados y Sánchez sale tocado del escrutinio, Feijóo podrá marginar a Vox, colocándole entre la espada de unos meros pactos de investidura y la pared de parar el reloj hasta las generales. En diciembre no sólo se dirimiría así quien gobernaría España, sino cual sería el mandato que recibiría de los españoles.
Y, con estas premisas, Feijóo ya tendría un pie en la Moncloa. ¿Qué digo "un pie"? Pie y medio, por lo menos.