Escribo estas líneas cuando aún distan de haberse esclarecido todos los extremos de la masacre de Niza de la noche del 14 de julio. Asisto a un debate encendido entre quienes siguiendo la versión oficial dada desde los primeros instantes asumen que se trata de un ataque terrorista y quienes a la luz de los detalles que se van sabiendo del atacante (antecedentes por delincuencia común, en trámites de separación, no muy religioso en sus costumbres y con un reciente incidente viario por quedarse dormido al volante) optan por deducir que se trata de un aparatoso suicidio por motivos personales, impregnado acaso de un vago rencor hacia el género humano, pese a arrollar a decenas de inocentes con un camión alquilado y en lugar y fecha nada casuales.
No es momento ni existe ninguna necesidad de precipitarse a concluir nada. Pronto, quizá en lo que media entre la escritura de esta columna y su lectura, aparecerán indicios que lleven a sustentar, o no, una u otra teoría: las comunicaciones de su teléfono móvil, su historial de internet, etcétera. Por ahora, todo es aún posible, por extraño que parezca: desde que sea un yihadista singularmente hábil que logró ocultar sus huellas a quienes debían haberle interceptado, hasta que se trate, en efecto, de un tipo deprimido que acertó a maximizar con rara eficacia el estrago que podía causar en el acto de quitarse de en medio.
Sea una u otra la versión que finalmente registre la Historia, llama la atención que los vecinos del barrio de Niza donde vivía digan que era un hombre “malo y solitario”. Y es que quizá en ese juicio, aunque se base en algo tan superficial como la observación exterior del vecindario, se insinúe alguna de las claves que permiten entender la mecánica de algo tan incomprensible: cómo alguien puede celebrar la fiesta nacional del país que lo acoge y le da empleo y techo barriendo de gente con un tráiler la principal avenida de su ciudad. Se pruebe o no la conexión yihadista, aquí hay algo más que un desarreglo puramente individual, un cortocircuito de un ejemplar defectuoso de la especie humana. Aquí hay algo que va más allá de Mohamed Lahuaiej Bouhlel, el sujeto que condujo durante dos kilómetros un camión asesino hasta que la policía lo pudo parar a balazos.
El acto, premeditado cuidadosamente, como lo prueba el camión alquilado días antes y la búsqueda de la coyuntura donde la mortandad podía ser mayor, así como del resquicio por el que colar en ella semejante bestia motorizada, sugiere un nihilismo radical y demente. Y es que sólo con una mente reducida a nada puede afrontarse una misión así, ya sea impuesta por uno mismo o por otro o, no descartemos esta posibilidad intermedia, por uno mismo recogiendo el guante de odio lanzado por otro que anima a quienes quieran oírle a matar. El culpable es quien mata o anima, pero ese nihilismo devastador es el combustible, y visto lo que desencadena, urge aprender a neutralizarlo.