No sé a vosotros, a mi me está apeteciendo una rebequita. Echarme algo por los hombros, sacar los bufandones y esconder las sandalias como si fueran adornos del belén veraniego. Estoy en ese momento en el que me apetece otoño, estrenar libretas, sacar punta al lápiz y ponerme a tomar café caliente en el sofá. Sí, hablo de todos esos tópicos que fotografían tan bien, que combinan con el beige y que parecen sacados de un Love Actually de barrio.
El verano, ya me pasaba de pequeño, tiene un momento en el que me harta, me cansa y me incomoda no sabéis de qué manera. Ando a estas alturas sudando más por vicio que por ganas y, sinceramente, a riesgo de ser lapidado, me apetece más una reunión de amigos al abrigo de unas copas, que un bufido de calor con la gota gorda recorriéndome la espalda y las entretelas.
Mientras veraneas, te bañas o celebras la vida frente a una paella y cuatro mojitos, todo bien. Muy bien, incluso. La siesta es un placer y la modorra un regalo del Matrix de agosto. Pero en el instante en el que verano ya es sólo sudor con sueño, no. Fin. A otra cosa. Marchando una de otoño. Una de hoja seca, de fresquito y de sesión de cine con palomitas.
Al verano llegamos creyéndonos protagonistas del Lago Azul y la realidad nos abofetea con vecinos de toalla insoportables, chiringuitos en los que no nos dan hora para comer hasta las cuatro y mojitos mal hechos sin hielo picado. Mucho mosquito, niños cansinos, tu ex en un lugar paradisiaco colgando fotos en Facebook y tú buscando parking en el quinto anillo de Saturno. Sin embargo, todo lo que pase en vacaciones lo recordaremos como amazing, que es como califican ahora cualquier experiencia estupenda. Engañar y presumir es algo que se nos da muy bien a los españoles fuera y dentro del arco parlamentario. Por eso, hasta el verano más atroz siempre tendrá un punto de nostalgia.
Coincido con vosotros en que deberíamos estar siempre de vacaciones, aunque pase el niño con la pelota por encima de la toalla y nos ponga perdidos de arena; convengo en que no deberíamos trabajar nunca, ni en invierno ni en verano. Firmaría por un cheque eterno de ocio y diversión para todos: recreo, holgazanería y desahogo más allá de septiembre. Pero nos castigaron a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente y aquí estamos. Se jodió el paraíso y sus ampliaciones en terreno ilegal. Lloro de pensarlo. ¿Imagináis lo contrario?
Pensadlo un segundo. Ya está.
Lamento comunicar en este folio que en este país no seríamos capaces ni de ponernos de acuerdo para escribirle a Dios una carta común que devolviera el paraíso a la tierra. Los delegados de clase que tenemos en el Congreso no son precisamente adalides de la confluencia y el acuerdo. Se pondrían a echarse los trastos, buscarían frases ocurrentes para la bancada, repetirían eternamente elecciones y los dioses del Olimpo nos castigarían a vivir sin veraneo. Lo veo venir. Mejor no soñar. A los Goonies del Parlamento les cuesta maniobrar, les chirría la mano izquierda y acumulan demasiada hemeroteca en su mochila. No saben, no pueden, no quieren.
Mientras llega otra generación de líderes –espero que no sean los que cazan pokemons por la calle, miedo me da- debemos acostumbrarnos a lo que hay. Y lo que hay es una paella mixta y mucho calor todavía. Voy a poner la cafetera. Amazing, ¿no?