Pese a conocer desde hace mucho tiempo la historia a través de su protagonista, que me honró con su confianza contándome cada uno de los pasos de su investigación, no he podido reprimir mi emoción al leer las crónicas de Pablo Romero, desgranando con dolor sus pesquisas sobre el asesinato de su padre en ese inmenso trabajo periodístico titulado Mi lucha contra ETA.
Un viejo adagio inglés afirma que el abogado que se defiende a sí mismo tiene un cretino por cliente, algo que quizás sea extrapolable a otras profesiones: no se puede ejercer al mismo tiempo de Aquiles y Homero. Algo que quizás sea válido para el periodismo, habida cuenta de la sobredosis de ego con que nos martirizan los viejos popes de la prensa nacional. Sea por su profesionalidad, sea por su dolor auténtico, no puede imputarse tal error a Pablo Romero: lo que más hiela la sangre al leer su crónica es saber que a pesar de la distancia quirúrgica adoptada por el narrador, está contando cómo destrozaron su juventud y su familia mientras cauteriza su propia herida a corazón abierto.
Nadie muere del todo mientras haya quien lo recuerde. Con independencia del resultado del proceso penal que se siga contra los presuntos autores del crimen, la memoria del teniente coronel Juan Romero Álvarez perdurará durante mucho tiempo gracias a la constancia de su hijo. Y es el derecho a la memoria de todas las víctimas lo que me empuja a compartir unas reflexiones sobre las que llevo algún tiempo trabajando.
Todas las víctimas del atroz siglo XX de España tienen derecho a la memoria, y a saber quién mató a sus familiares
A raíz de la polémica sobre las sentencias de la Audiencia Nacional en materia del derecho al olvido publiqué el año pasado un par de artículos en este periódico y en la web del Consejo General de la Abogacía. Avanzaba allí mi preocupación por la instrumentalización del derecho al olvido para construir biografías a medida, cuando no para prostituir la historia al servicio de los vencedores. Decía entonces que el llamado "derecho al olvido" debe regularse, estableciendo los casos tasados en los que una determinada información carece de interés público, para que solo en tales supuestos se pueda suprimir un enlace de nuestros buscadores, so pena de establecer una censura permanente sobre el texto de nuestra historia.
Todas las víctimas del atroz siglo XX de España tienen derecho a la memoria. Todas las estirpes tienen derecho a saber dónde están enterrados sus familiares, quién los mató y cómo. Sean víctimas de la guerra o de esa falsa ilusión llamada paz, del franquismo o del terrorismo, no debe echarse sobre sus tumbas más tierra sucia, ni tan siquiera la que se disfraza como derecho al olvido. Y si para ello deben aprobarse nuevas leyes garantizando a las víctimas el derecho de acceso a toda la información pública, apruébense sin dilación.
Si por cobardía o por cálculo político no lo hicieron los políticos de la transición, si no lo hicieron policías, jueces y fiscales, al menos permítase que lo puedan hacer los historiadores y los hijos de las víctimas. Queremos saber la verdad de cuántas muertes inútiles tuvieron lugar en estas tierras de Caín. Y para ello necesitamos leyes justas y personas con los redaños que ha demostrado tener Pablo Romero.
*** Carlos Sánchez Almeida es abogado especializado en nuevas tecnologías y socio presidente de Bufet Almeida, Abogados Asociados.