Existe la tentación de creer que el presidente del gobierno en funciones y el partido que lo sustenta, por obra y gracia de una mayoría parlamentaria pretérita y hace ya trescientos y pico días caducada, sufrieron un contratiempo la semana pasada al perder por dos veces la votación de investidura. Desde luego no pareció un momento demasiado rutilante, pero en cierto sentido no dejó de reportarle alguna ventaja a quien a día de hoy sigue ocupando la máxima magistratura electiva del Estado.
Y es que, si Rajoy hubiera resultado investido, sus decisiones estarían ya sometidas al control de las Cortes, mientras que su confortable permanencia en funciones, merced a la interpretación que por sí y ante sí ha hecho su gobierno, y que todavía no ha desautorizado con su agilidad proverbial el Tribunal Constitucional, lo protege de cualquier maniobra de fiscalización parlamentaria.
Incontrolado se halla el presidente, y también incontrolados se mantienen los ministros supérstites, algunos ya con varias carteras acumuladas y otros con rasponazos severos, que los colocarían en una situación insostenible ante un parlamento que podría formar con suma facilidad una mayoría para reprobarlos. Pero por el arte de birlibirloque de la gobernanza en funciones, en esa versión sustraída a todo escrutinio patentada por el PP, defendida con denuedo por la vicepresidenta, y salvaguardada por el submarino del gobierno en la carrera de San Jerónimo, la señora Pastor, ahí siguen unos y otros, sin el más mínimo temor a ser inquietados por ninguna interpelación o moción de sus señorías.
Da igual qué resuelvan, a quién nombren, que se atengan con escrúpulo a la acción excepcional y limitada para la que les habilita su condición de ministros en funciones o que se extralimiten donosamente en su papel. En ningún caso tendrán que rendir cuentas por ello, más allá de los tribunales de justicia en caso de flagrante ilegalidad que en todo caso tardaría meses o años en ser declarada. O sea: el nirvana del gobernante.
El reciente caso Soria, y otros varios derivados de otras tantas decisiones gubernamentales incontroladas y por ahora incontrolables, han llevado a una situación que resulta extravagante, incomprensible y chusca. Atrincherado el Gobierno en su limbo funcional (o disfuncional, según se mire), el parlamento se ha convertido en un caro y aparatoso convidado de piedra, en un foro donde sólo se puede arrastrar los pies y refunfuñar, sin que exista otro debate público acerca de los asuntos y decisiones de interés general que las sucesivas campañas electorales que, visto lo visto, podríamos ir encadenando hasta el infinito, mientras los inquilinos de los ministerios, con el contrato más que vencido, siguen haciendo y deshaciendo a su aire.
Una cosa parece clara en medio de tanta zozobra y confusión: si alguna vez alguien consigue formar una mayoría que nos saque del bucle, las reglas del juego están pidiendo a gritos una reforma profunda, que nos libre de estos espectáculos absurdos, de este mundo al revés donde manda quien ya no tiene mandato y aquellos que cuentan con el voto del que emana la soberanía apenas pintan nada.