"Bueno, no importa, somos feos, pero tenemos la música” le dijo a Leonard Cohen la chica del Hotel Chelsea a la que recordaba muy bien. Ella hablaba con coraje y a la vez dulzura mientras, en la cama sin hacer, le daba placer. Las limusinas esperaban abajo, en la calle.
Si eso fue lo que pasó, eso que cuenta con tanto detalle y juicio Cohen en Chelsea Hotel #2 nadie, más allá de los dos protagonistas, lo sabrá jamás. Y, posiblemente, mejor que sea así.
En cualquier caso, si fue todo aquello real o solo lo fue una parte, o si lo imaginó enteramente el canadiense, no es algo que deba preocupar: está escrito; está -deliciosamente- cantado. Y fluye con delicadeza, y también salvajemente: parece que estás viendo al Cohen más atractivo en las esquinas de una mujer rubia de piel muy blanca, con aspecto misterioso y cautivador, parecida tal vez a la vocalista alemana Nico. Con todo esto en la cabeza, ¿qué más puede extraerse de semejante lienzo?
No mucho. Sin embargo, a veces, solo algunas veces, hay más, y entonces la realidad supera a la imaginación. La hace más consistente, la hace mejor. Pocos tienen la colosal capacidad que resulta imprescindible para conseguirlo. Uno de estos privilegiados acaba de lograrlo, y lo demuestra en la galería Leandro Navarro de Madrid.
El pintor César Galicia inventa con los trazos de su Realidad no transfigurada, que se inaugura hoy, no solo la cama de Cohen, la rubia que disfrutó –aunque seguro que fue mutuo- y el amor que supusieron. Y los hace reales, incluso más reales que la hermosa canción del cantautor de Montreal.
Galicia muestra su mundo a veces extraño, siempre conmovedor, en una exposición en la que conviven felizmente los aviones de Panam, las furgonetas hippies y antiguas motocicletas BMW. Las bicis y los Porsches. Paisajes sobrecogedores de Madrid y puertas pintadas que, sin duda, parecen mucho más efectivas que las de verdad. Seguramente, lo son; y abren espacios imposibles por cualquier otro camino.
El pintor madrileño, que es también neoyorquino –se le aprecian las influencias de su larga estancia en Estados Unidos por cada poro-, acude a la galería más representativa de la capital con un grado de madurez que, probablemente, nunca había alcanzado, y sin perder un ápice de la calidad que siempre se le ha percibido.
Mezclando ambas construye su exagerado y desigual universo habitados por un Mercedes de carreras plateado y una máscara inquietante que, si te la pones, te asfixia: lejos de protegerte del exterior, te confina a tus propios límites, y te estrangulan con extrema facilidad los pensamientos que disparatan –reconozcámoslo- tu mente. Turbador.
El realismo de Galicia no es el de otros: facilón, simplista, conocido. Es, más bien, uno al que solo se llega por el trayecto largo de la autoexigencia menos complaciente y el esfuerzo por el descubrimiento interior. Galicia ha transitado senderos, tal vez confluyentes con los de Cohen. El mismo sonido. Idéntica imagen. La lírica de los buenos, imperturbables realistas.