Se han ido muriendo todos y solo quedan Raphael y Camilo Sesto: los más amanerados, los más artificiosos, los más horteras. Los más artistas en el peor sentido, los más cargantes. El segundo ha cumplido setenta años y verlo ha sido un dolor. Pero estaba yo mirándolo con aire de suficiencia cuando me ha agarrado a traición otro sentimiento: el hombre no solo está apuntalando su cara, sino también nuestra infancia, la infancia de los nacidos en los sesenta. Se mantiene vivo y se quiere mantener igual, como en nuestros recuerdos. La sabiduría está sin duda en aceptar que el tiempo trabaje y devaste, en dejarse ir sin protestar demasiado. Pero resistirse también es heroico. Hay belleza de pronto en esa obcecación.
Es como si Camilo Sesto hubiese aceptado llevar un disfraz ridículo –incluida su piel– para que los niños de entonces, que tantos seres queridos hemos perdido ya, podamos jugar a que al menos algo no ha cambiado. Inevitablemente, su empeño produce un colapso del tiempo, que se congestiona en su cara de un modo como no lo habría hecho la vejez natural. El efecto es el de un Dorian Gray en que se apreciasen simultáneamente las dos edades, con la derrota obvia de la juvenil. Pero pensándolo bien es de una enorme cortesía. Lo habrá hecho por narcisismo suyo, por miedos personales; pero el gesto nos alcanza a todos. Es de alguna manera el último adulto que se ha vestido para nosotros de rey mago.
Qué cortesía en general la de la música ligera. Con su machaconería, con su omnipresencia, nos ha arruinado momentos que hubiéramos preferido menos adocenados. Pero esas mismas cualidades han hecho que se nos metiera en la vida. Ha formado parte de lo que estaba fuera de nosotros y se nos colaba, para quedarse en nosotros. Me pongo ahora la canción Algo de mí, que no recuerdo haberme parado a escuchar jamás, y me viene toda una época; esa época la tuvo y ahora ella la tiene, como una sensación proustiana.
Los cantantes ligeros son artistas superficiales (¡comerciales!), que no pretenden remover ni cuestionar nada, sino agradar al público. “Espero que les agrade”, decían algunos al comenzar: un programa estético que nos desagradaba a los que le pedíamos al arte conmociones más singulares, más profundas, más arrasadoras. Pero la tragedia que –por tortuosas que fueran sus letras– no aportaban esas canciones se las ha aportado el tiempo.
Nada de lo que aparecía en la tele de los setenta existe ya, salvo Camilo Sesto y Raphael. Gracias a que han aguantado en el formol de sus tics, podríamos fantasear con despedir todavía por la tele aquellos años prometedores y darles la bienvenida, junto a quienes ya no están, a los nuevos.