Dice Elizabeth Strout que leer mala literatura es como comer comida basura. Y ya saben lo malo que es, seguro que por experiencia, como nos pasa a todos, ingerir ese tipo de alimento. Sin embargo, demasiadas veces lo hacemos. Por ignorancia, a menudo; por comodidad, a veces; por error, siempre.
Si somos lo que comemos, no comamos basura. Si somos lo que leemos, no leamos basura. Hagamos como Amélie Nothomb, que se enfrenta a la vida solo después de haber leído, cada mañana en el Metro de París, algunos versos de Gérard de Nerval, el gran poeta romántico francés, como cuenta en su deliciosa “La nostalgia feliz”.
Lo hace, dice, para “no morir de asfixia. Por razones que me superan, cualquier verso de Nerval remueve en mí algo que está enterrado tan hondo que se me saltan las lágrimas. No se trata de una admiración de salón sino de un amor que vivo cotidianamente y que me salva al mismo tiempo que me atraviesa de desesperación.”
Pero claro, el desdichado puede herirte, para bien y para mal, como solo lo excelso puede hacerlo. No son palabras, las del soneto, para usar y tirar, como las de la literatura fácil, sino para encaramarte en ellas y mirarlas bien al fondo, al fondo de ti: seguro que lo que encuentras te asombra y mejora.
La Pulitzer norteamericana de 2009 considera que la literatura puede ayudar a la gente; también lo hace la comida sana. La primera, dice Strout, favorece la empatía y combate la soledad. La segunda, contribuye a que lo anterior se desarrolle en un cuerpo, y una mente, saludables. No es, en absoluto, poco.
Mario Vargas Llosa no es un literato de prosa ligera, aunque ahora se le asocie con ciertas actitudes frívolas. Ya saben, el amor y sus consecuencias. El Nobel hispano-peruano asegura que en la literatura halló la verdad de las mentiras. Será que nada es del todo falso, ni nada del todo verdadero. Y será, también, que si las mentiras contienen autenticidad, como seguro que es el caso si lo afirma el autor de La ciudad y los perros, es precisamente en el escenario de la literatura donde se desenmascaran, elevándose y justificándose.
Igual que comemos alimentos verdes y fruta, para felicidad del organismo, deberíamos leer, con el mismo nivel de entusiasmo, a los grandes. A Shakespeare y a Cervantes. A Tolstói y a Dostoyevski. A Cortázar y a García Márquez.
También a los no tan grandes, pero igualmente saludables, como Strout o Nothomb. Ambas constituyen el mejor chute, madrugador y diligente, con el que empezar la jornada, algo así como un zumo de apio, col, manzana verde y pepino. Nada mejor para sostener el día, alejados del azúcar y sus siniestros derivados. La literatura basura también mata.