Esta proliferación de vídeos y conversaciones robadas nos coloca inevitablemente en una moral de capillita. Sobre todo esto ya escribimos el día que se revelaron aquellos whatsapp de Pablo Iglesias. Esos en los que anhelaba azotar a Mariló. Hoy vuelve a ser necesario recordarlo porque el mundo entero anda marujeando sobre las confidencias procaces de Donald Trump.
El día que el Washington Post publicó el vídeo robado del candidato republicano alcanzó el récord de visitantes concurrentes a su web. Más de cien mil almas mirando a través de la misma cerradura.
Es sorprendente que lo que se vaya a llevar por delante a esta esperpéntica candidatura sea una conversación de gimnasio. Donald Trump es un engendro de la democracia posfactual, el candidato mas disparatado que podía concebir el bipartidismo americano, un émulo de aquel Charles Lindbergh que inspiró la ucronía de Philip Roth La conjura contra América. Sin rodeos, Trump es el exponente más puro del fascista americano, como le ha bautizado la luminosa portada de la revista Letras Libres.
Como ha advertido, inteligente lector, acabamos de atravesar uno de esos repugnantes párrafos profilácticos. Trump puede conmigo y estoy dispuesto a declarar que yo voto por Hillary, como uno de esos cobardicas corresponsales vencedores de batallas ajenas.
Sin embargo yo soy capaz de reconocer que es mucho más grave que una secretaria de Estado utilizara una cuenta de correo paralela y luego destruyera las pruebas que el que un ricachón balbuciera en privado babosadas sobre una mujer.
Hay una superstición muy extendida según la cual una persona mostraría lo mas auténtico de sí cuando piensa que no hay micrófonos presentes. Siempre hay algún condicionante. En cualquier conversación hay decenas, desde el afán por divertir a tu interlocutor hasta el esnobismo de fingir ser quien no eres o el placer de epatar.
Yo sé que ese no es el caso de Donald Trump, que él sí que es así, pero lo sé no gracias a esta marrullería electoral sino precisamente a lo que ha dicho cuando sabía que había un micrófono bajo su nariz.
Comprendo que hay odios políticos capaces de trastocar cualquier código ético, de arrasar intimidades y de pasar por encima de todos los inconvenientes morales y prácticos que tiene la divulgación sin permiso de conversaciones privadas. También sé que en Estados Unidos se considera pertinente someter a un escrutinio moral la vida privada del candidato a ocupar un cargo público.
Pero conviene que establezcamos de una vez por todas un criterio único para enjuiciar eso de que la gente ande por ahí difundiendo grabaciones no consentidas de escenas íntimas. De Olvido Hormigos a Donald Trump, pasando por Correa y su abogado en la cárcel. La justicia parece que lo tiene claro, no así la prensa y qué decir del pueblo.
Lo digo por saber si estamos poniendo en riesgo nuestros respectivos trabajos por cada una de las veces que decimos ante unas cervezas "la ponía mirando a La Meca”. O por avisar a mis amigas del peligro que corren cada vez que fantasean en voz alta con lo que le harían a uno de esos maromos empotradores. Que no quiero ser yo malpensado y sugerir que en esto de las cafradas privadas hay también una discriminación positiva.