La gran incógnita sobre la idoneidad de la decisión de la Academia sueca al respecto del Premio Nobel de Literatura de 2016 es: ¿pero de verdad Dylan competía? Ahí se origina el debate. Y, desde luego, es mayúsculo.
Para Fernando Sánchez Dragó, el galardón de las letras al cantautor más famoso del mundo es un “escupitajo a la literatura”. Pero a Salman Rushdie, sin embargo, se le antoja una “gran elección”. A Joyce Carol Oates también le ha parecido una idea feliz, porque la música y las letras del cantautaor de Minnesota siempre han sido, explica “literarias en el más profundo de los sentidos”. Sin embargo, a Irvine Welsh, autor de la icónica Trainspotting, le parece una decisión que parte de una “nostalgia enferma tomada por un conjunto de balbuceantes y rancios hippies”. Y eso que él se confiesa fan del músico.
En realidad, pocos discuten el talento de Dylan. Es un mito viviente para los músicos actuales: Bruce Springsteen asegura que fue el primero que le mostró “de verdad” cómo era su país. Jackson Browne, como menciona en su hermosa Looking into you, lo consideraba ya a principios de los años 70 no solo “el gran trovador”, sino todo “un profeta”.
Pero también es una leyenda, ahora aún más grande, para sus acérrimos incondicionales y para el gran público: doce Grammys, un Globo de oro y un Oscar; el Príncipe de Asturias y el Pulitzer de 2008, entre otras muchas distinciones, así lo atestiguan.
Sus méritos, por tanto, no resultan cuestionables; lo son menos aún si tenemos en cuenta que es una de las figuras más influyentes política, social y artísticamente de la segunda mitad del siglo XX.
Lo que no sabíamos hasta ahora es que la Academia sueca, en sus más secretos debates, analiza no solo el mantener los inquietantes vetos a Phillip Roth y a Murakami, eternos descartados, o a los nuevos candidatos Ngugiu Wa Thiongo´o, el keniata, o el poeta sirio Adunis; también valora la calidad de los letristas de la música contemporánea.
La lectura inicial puede conducir a la conclusión fácil de muchos de los que critican la elección del último Nobel: ¡pero si Dylan es un músico…! Y lo es, claro, pero también es un autor; un autor literario, en concreto, que es lo que son los poetas. En su caso, además de componer poesía, le pone (lúcidamente la mayor parte de las veces) música y (a menudo con juicio) la canta. Por esa razón, Dylan merecía el premio como antes lo hicieron Wislawa Szymborska o Tomas Tranströmer.
Se puede pensar que con este premio a un compositor la Academia sueca rebaja el listón imaginario que coloca cada año a los escritores vivos de todo el mundo. Pero lejos de resultar un menosprecio para los autores, supone un impulso enorme para todos aquellos que participan en el arte literario a través de la poesía cantada.
Por supuesto, no todas sus canciones son joyas literarias; tampoco toda la prosa de Coetzee o de Jelinek es digna de los mayores elogios. Pero lo que resulta trascendente es que con este premio la Academia no denigra a los escritores sino que eleva a los mejores letristas de la música contemporánea.
Al fin, cada una de las 836 páginas de la edición española de Grandes Pechos Amplias Caderas de Mo Yan es una obra de arte; pero también lo es cada uno de los 48 poderosísimos versos de Chimes of Freedom.
El trabajo para lograr una u otra cosa no es el mismo, cierto. La prosa, le dice en Jot Down el periodista Manuel Jabois a Joaquín Sabina, es disciplina militar; el verso, contesta el cantautor, “te permite escribir borracho a las tres de la mañana”.
Sí, son cosas distintas. Pero la creación literaria es un solo arte que se puede presentar de diversos modos; que se le agregue música en absoluto la hace menor; si acaso, la hace más grande.