La política estadounidense está llegando ya a su fin de fiesta de cada cuatro años, a unas elecciones que, el próximo martes, decidirán si el país más poderoso del mundo es gobernado por primera vez por una mujer o por un psicópata peligroso que lleva a todo el resto del mundo a frotarse los ojos y desear que pase pronto a ser únicamente un mal sueño.
El funcionamiento de la democracia en los Estados Unidos y en nuestro país es sensiblemente diferente. Nada es perfecto: en la política norteamericana no me gusta la dependencia entre política y dinero, o la dinámica reduccionista a dos candidatos y dos partidos, entre otras cosas. En cambio, miro con envidia cómo mis amigos norteamericanos escogen a representantes que realmente les representan, que se preocupan por sus intereses y que les deben su escaño, en lugar de debérselo a un líder al que rinden algo parecido a la pleitesía medieval. Cada votación parlamentaria hay que trabajársela, los congresistas votan con criterio personal, no existen disciplinas de voto y no hay mayorías garantizadas.
Pero sobre todo, me gusta su sentido de Estado. Me gusta ver que cada nuevo presidente, independientemente de que podamos juzgar su política como buena o mala, sea consciente de su responsabilidad, piense en grande y trate de dejar cimientos sobre los que el siguiente, sea de su partido o de otro, pueda construir. Hace ocho años, antes de llegar Barack Obama, la Casa Blanca era como una de esas oficinas anticuadas, en las que aún encuentras máquinas de escribir. A lo largo de sus dos legislaturas, la ha llevado al siglo XXI: la ha dotado de todo tipo de herramientas para comunicar con los ciudadanos, para recibir una retroalimentación constante a través de todo tipo de canales, mecanismos para que los ciudadanos hagan peticiones, para generar transparencia... la tecnología y las redes sociales, utilizadas en política de una manera que la inmensa mayoría reconoce como muy positiva.
Pero lo mejor: terminada la legislatura, se preocupan de buscar los mecanismos y procedimientos adecuados para que quien llegue, pueda seguir poniendo en valor esas herramientas y esos seguidores, archivando cuidadosamente lo histórico y construyendo sobre ellas hacia el futuro. Procesos de traspaso de poder limpios, transparentes y con actitud positiva, pensados para el bien común.
Si trabaja o conoce a alguien que trabaje en algún ministerio español, pregunte cómo funciona eso del traspaso de poderes. Entenderá lo que quiero decir. El uso de las redes sociales solo es un síntoma. Otra política es posible.