Ocho años le han bastado a Soraya Sáenz de Santamaría para dejar de ser toda una incógnita, la jovenzuela que sustituía a Eduardo Zaplana como portavoz parlamentaria de la oposición, hasta convertirse en dueña y señora del Gobierno con la venia de Rajoy.
En medio de ese carrerón ha tenido tiempo de posar como modelo y de subir en globo. También de ser madre, aunque casi no se notara porque una semana después del parto ponía punto final a su baja por maternidad y se reincorporaba a su despacho.
Había morbo por ver qué mujer se llevaba el gato al agua en el nuevo Gobierno, si la vicepresidenta o la secretaria general del PP. Hay un viejo pulso entre ambas que Rajoy ha vuelto a resolver con diplomacia, pero inclinándose de nuevo por su favorita. Al fin y al cabo La Vice es la persona que ha estado coordinando su gabinete durante un lustro y sacándole las castañas del fuego en el día a día.
Hora a hora, añadiría. Porque Soraya duerme poco y entre Consejo de Ministros y Consejo de Ministros gusta de mover esos hilos en la sombra que tanto sopor le provocan al presidente. Despacha con los tiburones del Ibex y da órdenes a las sardinas en los medios de comunicación.
Bajo su sonrisa aniñada bulle una persona ambiciosa, pendiente de todo lo que se dice y escribe de ella. Una política de raza y profesional, maquiavélica por tanto, a la que Rajoy endosa el problema catalán, consciente de que o lo resuelve la mujer atómica o no lo soluciona ni Dios. Ha tenido la delicadeza de quitarle de en medio a Margallo para que no haya interferencias.
España queda en sus pequeñas manos.