Es una pena que ya nadie lea el periódico. Es un artefacto sensacional. Si la gente -entre lo que se ha dado en llamar la gente, aquí y en Wisconsin, es precisamente donde hay menos lectores de periódico- supiera el esfuerzo intelectual, el riesgo físico, la ansiedad y el talento que se invierten en cada edición, jamás cuestionaría su precio. No hay nada más barato que un periódico. Hay personas que mueren para fabricarlo, carajo, y a usted no le cuesta ni dos euros. Ya sé que no es la única profesión arriesgada, pero al menos el percebe está a 80 euros el kilo.
Esta campaña presidencial en Estados Unidos los periodistas de los grandes periódicos hicieron un buen trabajo. Quizás haya sido la campaña con una información más completa y rigurosa de cuantas se hayan celebrado. Porque durante esta campaña, las grandes cabeceras estadounidenses hicieron todo eso que muchos desde España, con el palillo en la boca, dicen que no hicieron. Escrutaron los escándalos de ambos candidatos, desmenuzaron sus programas y advirtieron sobre sus mentiras, sus contradicciones, sus omisiones, sus debilidades y sus peligros. Pero da igual. No ha servido ni siquiera para que la vieja prensa salvara su maltrecha reputación.
Poco antes de la noche electoral escribí que el hecho de que un disparate como Donald Trump estuviera en la disputa por la Presidencia era un síntoma de hasta qué punto los periodistas habían hecho mal su trabajo. Me retracto, es una afirmación profundamente injusta. Da igual lo que hicieran los periodistas, que además lo hicieron bastante bien, porque ya no son una fuente de autoridad para una parte decisiva del electorado, ya sea estadounidense o español.
La mentira va derribando diques. La verdad no existe, qué gran verdad es esta. En el periódico siempre se han colado algunas mentiras pero nunca había sido tan diáfano como hoy. La mentira lo atraviesa como la luz al cristal. No piensen ya en Trump sino en los trumpijaputas. Del telepredicador hemos pasado al twitterpredicador y seres hasta ahora marginales se revisten de autoridad, van conquistando la televisión y las librerías y, en una rendición deshonrosa, se ocupan de ellos sesudas columnas en la prensa seria.
Es esa amalgama de demagogos que es capaz de clamar a la vez contra la devaluación de los salarios en Occidente y contra la explotación de los países en vías de desarrollo. Es la pretendida Internacional de los simplificadores, que sería una Internacional si no fuera porque son incapaces de construir algo, tal y como explicó José Ignacio Torreblanca en una reciente columna. Sólo saben destruir.
Trump funda su éxito político en la mentira y prueba de ello es que los trumpianos tratan ahora de consolarnos justo con este argumento: Trump no es Trump, dicen, él no se cree sus propias mentiras y se deshará de ellas como cualquier presidente se deshace de la incómoda retórica que le acompañó como candidato.
Yo no sé cómo será el presidente Trump pero sí sé que la victoria del candidato Trump supone una conquista simbólica para los que consideran que la mentira es una estrategia política cualquiera: de Nigel Farage a Pablo Iglesias. Los periódicos son necesarios y son ignorados. Leámoslos.