Otro 20-N, fecha que a estas alturas tendría que significar muy poco pero que gracias a nuestro antifranquismo profesional sigue significando mucho. Hoy asistiremos a la tabarra de unos señores que insisten en que alguien que murió hace cuarenta y un años sigue aquí. Si bien se mira, los antifranquistas profesionales son como esos fans de Elvis Presley que niegan la muerte de su ídolo: con Francisco Franco se trataría de una adoración al revés. Se podrá cerrar algún día el Valle de los Caídos, que ellos seguirán llevando a Franco en su corazón. Hay amores que matan y odios que resucitan, o que mantienen embalsamado.
La fase franquista del franquismo (el franquismo tiene dos fases: la franquista y la antifranquista) ya fue de coña. Montar el culto a la personalidad sobre un individuo tan poco vistoso convirtió su dictadura en una humorada. De humor negro, naturalmente, que es lo que da la tierra: crimen, miseria y represión a manos de un español bajito y con pancita, apocado, romo y de voz aflautada. Al sufrimiento que causó se le añadía uno suplementario: la vergüenza de ser aplastados por un ser irrisorio. Nunca hubo un caudillo con menos carisma, ni un generalísimo interpretado por un actor tan secundario.
El Franco que pillamos los nacidos en los sesenta (cuando Franco murió yo tenía nueve años y medio) era ya un abuelito. Su contexto estaba en la tele de Locomotoro, el tío Aquiles, el Capitán Tan, los hermanos Malasombra, Pipi Calzaslargas o Fofó, con los que se alternaba. Pero los niños no éramos tontos: nos dábamos cuenta de que, de todos ellos, Franco era el más aburrido. Tenía, eso sí, la peculiaridad de que su cara estaba en las pesetas con que comprábamos chucherías. Soltar a Franco a cambio de un chicle Bazooka no dejaba de constituir un pequeño antifranquismo cotidiano.
Biográficamente, su muerte no me trajo más que satisfacciones: días sin colegio ese día, el del entierro y luego (bolas extra) los de la coronación del rey y los de las elecciones que empezaron a tener lugar. Los adultos sí que supieron hacernos amigable la Transición: no solo por los días sin escuela, sino porque en la tele ponían durante horas dibujos animados y cine cómico, algo que nunca habíamos tenido en tal abundancia. Sin duda, inaugurábamos una época mejor. Aunque pronto empezaron a morirse mayores por los que sí lloramos: el mismo Fofó, Rodríguez de la Fuente, Chanquete...
Sí, qué le vamos a hacer: lloramos más por Chanquete que por Franco. Algo que les sorprenderá a nuestros antifranquistas profesionales, que viven de insuflarle vida al dictador muerto, para mantenerlo ahí como un fantasma. Un fantasma tremendamente útil, porque les sirve de coartada universal. Tan operativo les resulta que se diría que Franco milita en sus filas. De hecho, Franco les compraría su relato antifranquista: ese que dice que el que sigue mandando es Franco y que la Constitución no vale. Y que, en efecto, todo quedó atado y bien atado. Culminando en la coleta de Pablo Iglesias.