El neologismo posverdad (post-truth) se multiplica en artículos con pretensión de hondura desde que el Dicionario Oxford sentenció que es la "palabra del año", sin que su proliferación haya mejorado la comprensión de algunas realidades incómodas, ni tampoco siquiera el origen y significado de esta voz.
Hemos leído que el profesor Ralph Keyes lo utilizó en 2004 para anunciar o denunciar algo así como la época de las mentiras y que el ecologista David Roberts lo aplicó en 2010 contra los políticos negacionistas. Y comprobamos que en estos pagos el término estira sus connotaciones para explorar el origen de la vulgaridad inaprehensible en política.
Dicen que en el triunfo del brexit estuvo la posverdad oronda, isleña y atlántica de los hooligangs que patean a paquis y españoles en el metro. Que tras la victoria de Trump ha operado la posverdad racista y embrutecida de los bisnietos tontos y míseros de Yoknapatawpha, adoradores de ese vellocino de oro que pronto cambiará su torre en Manhattan por el Ala Oeste.
Y que en la cabalgadura populista del último descubrimiento de Vanity Fair, nuestro Pablo Iglesias disfrazado de rico y convenientemente armado de un botellín, que es el arma del proletariado, se oculta la posverdad de quienes con 40 años de retraso se indignan porque descubren, y su descubrimiento habría de incendiar la tierra bendecida por el trigo, que en el arreglo urgente de la Transición hubo concesiones.
Podemos intuir humildemente, en pos de la verdad, que desde el Evangelio de Juan -o incluso antes- todo es mentira, todo falso. Esto es, que si siquiera la verdad nos hará libres porque incluso en el progreso científico y político actual -y como nunca antes generalizado- permanece una posverdad de explotaciones, desigualdades y concertinas trágica y real.
Acaso sea la incapacidad para ensamblar todas las faces de este perro mundo, en el que una verdad entierra a la otra mientras aguarda le férula de más verdades venideras, se abren los resquicios que convierten a Farage en un estadista, a Trump en custodio del botón nuclear y a Iglesias en ese chulazo elegante que no volverá a alquilar esmoquin para ir a los Goya, pero vestirá mangas de camisa en el Congreso o en la Zarzuela.