La resaca del otro día fue digna de estas fechas, pero no lo suficiente como para no distinguir los sabores ni el olor del pan recién hecho. Que uno brinda por las fiestas, pero no mastica corcho. Ser novelista no implica acabar como Hemingway por las esquinas. O si, vete a saber. Lo mismo subiría el caché entre los escritores más valorados, los culturetas se pondrían estupendos y esnifarían hasta mis puntos suspensivos. Pero ese es otro tema que merece pedigrí nocturno y amigos diurnos en páginas literarias de postín. Así que decidí esperar a mi cita en una panadería de esas finas que han surgido últimamente con bollería de muestrario, diferentes tipos de azúcar y café de colección.
-“Por favor, cruasán y un expreso”, dije con voz de Antonio Orozco. O de Colette, quien sabe.
Rompí el sobre de azúcar blanco sobre el mapa negro de mi taza a pesar de que los médicos me recomiendan consumir morena por la salud. Bien es cierto que a esas horas lo mismo me daba edulcorante químico que un chorro de anís en el café. La escena no tiene mucho de importante si no fuera por el cruasán: estaba duro como una piedra. Los cuernos eran dignos de una oveja de esas que se crían en Canadá. Podría haberme embestido el cruasán mientras removía el azúcar. Pero no sucedió. Mordí y mastiqué con cuidado de no perder mi empaste de los noventa. Fue un gatillazo versión desayuno tardío por el centro de Madrid. Quise, pero no pude.
Cuando llegó mi cita me preguntó por mi y seguidamente por el cruasán que dormía en el plato: “¿No quieres?”. “Está duro” -dije-toca y verás”. Toc toc. Yo intenté mojar un poco en el café para ver si se reblandecía un poco la masa. Pero el debate entre mi cita y yo fue cómo decírselo a la camarera. Yo soy de los que no lo dice. Prefiero pagar e irme. En cambio, mi opositor en el desayuno me invitaba a comunicar el estado el cruasán. Ni que decir tiene que el debate subió de temperatura al tiempo que los cuernos me miraban desde el burladero del plato. Y yo, con más hambre que los pavos de Manolo, opté por masticar con fervor de monja y acabarme la bollería.
La cuestión es que al irnos, cogí la chaqueta, el periódico de papel y el paraguas. Nos acercamos a la caja y pedí la cuenta. En ese momento en el que el episodio ponía fin a la temporada, la dueña salió de su escondite y, limpiándose las manos en el delantal, me dijo: "¿Qué tal, cómo ha desayunado? ¿Estaba rico? Me alegra verle por aquí".
Y yo, dejando las tres monedas en el platito y correspondiendo a su afable simpatía, respondí amablemente: “Muy bueno. Feliz día. Y Feliz Navidad”. Me entró la congoja de los anuncios de turrón y pensé que lo mismo hasta era culpa mía y es que no sé masticar.