¿Qué queda por decir acerca de 2016? El año que termina se ha ido convirtiendo en una categoría propia, un género literario, una modalidad del articulismo. A lo largo de diciembre, sobre todo, hemos asistido a formidables ejercicios de síntesis de los principales acontecimientos del año, de sus grandes corrientes, de lo que nos ha enseñado, de si su vaso simbólico está medio lleno o medio vacío.
Uno de los aspectos más llamativos de 2016 es, precisamente, que hayamos hablado tanto de 2016. No es raro que los estudiosos e investigadores hagan la exégesis de años señeros (1789, 1914, 1936), pero esa exégesis se suele hacer a posteriori, cuando las consecuencias de lo sucedido durante aquel año empiezan a ser patentes. No conozco año del que se haya hablado tanto, desde mucho antes de que termine, como éste.
Las síntesis son necesarias y las fechas, en todo caso, se prestan a ello; pero veo dos peligros en que sigamos insistiendo en 2016 como una categoría o unidad de análisis propia. El primero es que, al querer meter los distintos acontecimientos del año bajo el paraguas de “2016, annus horribilis”, acabemos confundiendo sus respectivos diagnósticos. No es solo que estemos metiendo en el mismo saco la conmoción sentimental que provoca la muerte de cantantes y estrellas de Hollywood con las crestas de ola de varios fenómenos sociopolíticos. Es que incluso entre estos estamos juntando cosas sumamente distintas.
Nos hemos acostumbrado, por ejemplo, a hablar del brexit y de la victoria de Donald Trump como si fueran lo mismo, cuando se pueden encontrar tantas diferencias como similitudes entre ambos fenómenos (por ejemplo, el contraste entre un movimiento interpartidista y sin un líder claro -la campaña británica a favor de salir de la UE hizo lo posible por distanciarse de Nigel Farage- y un movimiento desaforadamente personalista como el que encarna Trump). Ya ni hablemos del referéndum sobre las FARC, la abortada reforma constitucional de Renzi, la crisis de los refugiados, el fracaso de la comunidad internacional en Siria. El problema es que los diagnósticos determinan las soluciones. Es decir: si reducimos el análisis a los puntos que tienen en común todos estos fenómenos, puede que acabemos intentando resolver los problemas de la Unión Europea con las recetas anti-Trump y los errores de la ONU con las lecciones del referéndum italiano.
El segundo peligro es que cimentemos la imagen de 2016 como algo que nos ha sucedido, en vez de algo que hemos hecho. En las últimas semanas ha arraigado un discurso que presenta 2016 como una fuerza telúrica, una placa tectónica, una civilización alienígena que nos ha venido a amargar los telediarios. No hay problema con esto mientras esa actitud se circunscriba a las muertes de David Bowie o a Carrie Fisher; que cada cual lleve su tristeza como más le convenga. Pero en el caso de los fenómenos políticos, estamos ahondando en la idea de que 2016 ha sido una revuelta de las masas contra una élite metropolitana y cosmopolita, cuando pocas personas encajan mejor en esa élite que un multimillonario neoyorkino que vive en una torre con puertas de oro, y cuando el antitrumpismo y el movimiento por el Bremain son parte de la historia y de los efectos de este año tanto como sus respectivas némesis. Todos, ganadores y perdedores, hemos habitado cada segundo del 2016. Como habitaremos cada instante del 2017. Espero.