Faltan cuatro días para que vengan los Reyes y acabe oficialmente esta Navidad. Cuento las jornadas que faltan para poner punto final a las fiestas. Me quedan cuatro días de atracones, de jarana, de copas de más, de comidas y de cenas -y desayunos, y aperitivos y merienda- con amigos de toda la vida y conocidos que no se acuerdan de mí en todo el año, pero que es llegar diciembre y morirse de ganas de brindar conmigo, como si los estertores del año les recordasen que estoy en el mundo y soy muy simpática.
En las últimas semanas mi vida se resume en un festival de mantecados y gintónics, pollo asados con patatas fritas -muchas patatas fritas, ya que estamos-, canapés de ensaladilla y chocolate con churros. Y turrón del duro, que no me gusta mucho, pero es tradición. Y hojaldrinas, y aguardiente de hierbas, y almendras garrapiñadas. En mi agenda se amontonan vergonzosamente las cuchipandas de todo pelaje, y los días libres he sido yo quien se ha puesto manos a la obra y a los fogones.
Compré un jamón entero para llevar a casa de mi familia. He cocinado empanada para quince, un asado para diez, patatas rellenas para ocho. No sé cuántas veces he repuesto felizmente la bandeja de los dulces y la tarea me ha servido de excusa para picotear un trozo de torta imperial, un bombón de licor, un nevadito -bueno, dos-, un puñado de peladillas. He tenido que mover el botón de unos pantalones para poder abrocharlos. No quepo en los vaqueros, y un plumífero que me sentaba bien me hace parecer una granada de mano.
Pero yo a lo mío. Y venga a organizar un cocido gallego con su lacón y su morro y a encargar un milhojas, que luego no quedan, y a pedirle al de la tienda que me traiga esa ginebra rara, que es Navidad, hombre, y hay que darle alegría a la vida. Que igual le estoy dando demasiada. Mi sangre rezuma azúcar y grasas de todo tipo. Del colesterol ni hablamos, porque ya me podrá los puntos el médico cuando me haga los próximos análisis. Por suerte queda poco. Cuatro días de nada. Me falta el roscón relleno y el chocolate pringoso de la tarde del día seis -mira que me gusta a mí esa tarde tragando golosinas mientras veo la tele-, y luego diré adiós a unos excesos cuyos daños asociados tendré que quitarme a base de té verde, caldo de verduras y alguna que otra porquería insípida. El siete de enero pagaré el peaje, pero de momento voy a celebrar que he acabado el artículo con un trozo de turrón de Suchard.