Cuando era pequeño y mis padres decían que tenían cuarenta años, ¡cuarenta!, yo les percibía como seres muy viejos y muy sabios. “Cuanto yo tenga cuarenta…”, decía inocentemente.
En esas mañanas de reyes magos como hoy, los señores y las señoras de mi pueblo que sacaban a pasear a sus hijos, mis amigos de entonces, eran hombres y mujeres mayores. Ma-yo-res. Fumaban, conducían coches y se apoyaban en la barra del bar los domingos antes de comer. Ellas iban de dos en dos y entraban a la pastelería a por dulces para el postre. Después, en alguna mesa hablaban de cosas de mayores frente a unas cervezas y boquerones en vinagre. Bla bla bla. Yo debía estar trasteando con algo para evadirme, porque mi mundo no era ese de los viejos: los padres. Pero la realidad es que aquellos señores y señoras de color beige eran tipos jóvenes. El tergal, los pantalones de pana, el seat, el cruzado mágico y el bigote les hacía “padres”. Y sólo tenían cuarenta.
Hay un programa de la tele, concretamente en Cuatro, que me vuelve a generar esa sensación. A los concursantes de First Dates (es un espacio de citas para quedar, cenar y ligar) les ponen junto a la foto la edad impresa en la pantalla. El nombre nunca lo miro, el número sí. Y me genera una catarata de incertidumbre: ¿yo tengo esa cara?, ¿yo estoy así?, ¿así me ven?... Los que veo ajados por el maquillaje y la vida. Me parecen todos mayores hasta que de pronto aparece en la pantalla el rótulo del diablo: Eloísa, 45. Paco, 46. Mercedes, 44.
Los miro y creo que son todos mayores que yo. Pero es una ficción creada por mi cabeza porque la realidad es que somos de la misma quinta. Ahí radica mi aprieto como espectador. Si yo estoy viendo a esos concursantes de mi edad con aspecto de ser mis padres, algo pasa. Míster Dilema. O la luz del programa es mala, cosa que dudo porque está muy bien hecho, o mi cabeza ya ha empezado a actuar como cuando era niño y la madurez estaba en Constantinopla.
El otro día frente a la tele me vi diciéndome a mi madre: “Mamá, ¿yo estoy como ése? Pone mi misma edad”. Ella me dijo que no. Que yo estaba mejor. Que dónde iba a parar. Pero su objetividad es nula al respecto. Sin embargo me contó que mi abuela andaba por la vida como una veinteañera hasta pasados los ochenta. Las vecinas viejas de la plaza le parecían eso: viejas. Y consiguió morirse con la sensación de que todo el mundo era mayor que ella. La genética debe haberme inoculado el virus de la ficción, porque ando igual. Los de mi quinta me parecen mayores y los veo de otra galaxia. Qué pena.
Me temo que esto le pasa a más gente. Apuesto a que no soy el único que ve que sólo crecen los demás. Y lo peor es que a mí también me gustan las cañas con boquerones. Menos mal que no voy de pana.