Hombres y mujeres, mestizos y criollos, se entregan al saqueo en Veracruz. La imagen, tomada la víspera de Reyes, resulta soberbia porque revela una suerte de domesticación del pillaje muy en sintonía con las reflexiones de Octavio Paz sobre la violencia como rasgo genuino de la mexicanidad.
Decenas de personas de aspecto humilde -los de abajo, que diría hace un siglo del escritor mexicano Mariano Azuela- acaparan mercaderías a las puertas de un supermercado. Bolsas de plástico, cajas de productos indistinguibles, papel higiénico, latas de refrescos, chucherías, una garrafa de agua, un niño cargado de ropa... Este botín rezuma laboriosidad.
Parece que fue la subida en un 20% del precio de los carburantes la que prendió la mecha de unos altercados en los que han muerto cinco personas, que un millar de comercios como éste han sido salteados y que la Policía ha efectuado más de 1.500 detenciones.
Pero las suposiciones plausibles y las cifras redondas de nada sirven para descifrar en qué momento y bajo qué circunstancias padres y madres de familia se enrolan en la turba y abrazan la rapiña y el crimen. El hambre y la necesidad son causas directas que no aclaran los sustancial del asunto: por qué de repente todo se desata si la carestía es el destino de millones de mexicanos. En algún sitio leímos que el 14 de julio de 1789 el vino estaba tirado de precio y el pan era inasequible en París: esta circunstancia horroriza a los amantes de las grandes causas.
Como ignoramos a qué precio estaba el mezcal la víspera de Reyes en México volvemos a la violencia como pulso latente de la mexicanidad. Y al caos como estado natural del país más pobre de Norteamérica. Entonces recordamos las cruces pintadas de rosa donde yacen las niñas de Ciudad Juárez, los poemas realvisceralistas que Roberto Bolaño dedicó a su amigo Mario Santiago Papasquiaro, las novelas de Don Winslow convertidas en un manual de instrucciones sobre la epopeya cotidiana que supone vivir en un Estado sojuzgado por el narco, la corrupción y la impunidad de sus dirigentes... y volvemos a reparar en la fotografía.
Por los palés acumulados en el suelo, por el carrito abandonado y por lo vacía que está la alacena metálica que empuja el hombre en primer plano no cabe duda de que estamos ante los restos de un naufragio. El naufragio acaso de un viejo buque llamado México. Y pensamos en voz baja: ¡pobre México lindo, tan lejos de Dios y tan cerca de Trump!