En las últimas semanas, y a medida que se acercaba la toma de posesión de Donald Trump, se ha ido apuntalando el aura de Barack Obama como “un grande que se nos ha ido”. Es fácil distinguir, tanto en los actos de despedida del expresidente como en los artículos que evalúan su legado, una madrugadora añoranza por su estilo, sus políticas, su manera de ejercer el liderazgo.
Obama se estaría convirtiendo, así, en un objeto de deseo melancólico, una suerte de Ricardo Corazón de León del siglo XXI: el Rey Ausente cuyo regreso se implora y cuya figura sirve de punto de comparación para todos sus sucesores. El problema es que, como ocurre en el caso del monarca inglés –quien solo pasó seis meses de sus once años de reinado en Inglaterra, tratando a sus súbditos como una mera fuente de financiación para sus campañas militares-, esta carga afectiva esconde algunos de los aspectos más oscuros de su figura.
A simple vista, la Operación Lionheart parece tener dos finalidades. Por un lado, la idealización de Obama contribuiría al desprestigio de un Donald Trump en el papel de Juan Sin Tierra: sus exabruptos y payasadas resultarán aún más chocantes si se miden contra la figura caballeresca de su predecesor. Por el otro lado, esta operación prepararía la candidatura de Michelle Obama a la presidencia, que sería lo más cercano a un regreso del Rey Ausente que permite el sistema americano.
Uno puede estar de acuerdo con ambos objetivos, pero esto no quita que cualquier evaluación de la figura de Obama pase por reconocer su papel en el auge, triunfo y gobierno de Trump. Porque si bien es cierto que el trumpismo tiene muchos padres -el populismo estadounidense del siglo XIX, las vetas excepcionalistas del nacionalismo americano, la buzzfeedización de la política-, el más inmediato de todos ellos es el propio Obama. Trump hizo campaña con la promesa explícita de deshacer toda su labor de gobierno: Hillary Clinton solo supuso el flanco más débil del obamismo. Y es inconcebible que tanta gente votara a la antítesis declarada de Obama de no haber estado en fundamental desacuerdo con el propio Obama.
La ecuación es sencilla: sin la reforma sanitaria, el tratado con Irán, la incapacidad para embridar el expansionismo ruso, la manera de abordar las sucesivas crisis en Oriente Medio, e incluso el estilo de Obama de gobernar y de comunicar, Trump no habría alcanzado la presidencia. Obama es la acción, Trump es la reacción.
Esto no significa que debamos adoptar una visión irreductiblemente crítica de Obama. Más bien supone adentrarnos en un debate acerca de cómo evaluamos una obra de gobierno, y cuánta responsabilidad tiene un presidente en las consecuencias inesperadas de sus decisiones. Uno puede aprobar todo lo que ha hecho Obama a la vez que comprende que durante su gobierno –y en contra del mismo– se produjo la radicalización que ha cristalizado en Trump. Uno puede simpatizar con su manera de ejercer el liderazgo a la vez que acepta que Estados Unidos está hoy mucho más dividido que en 2008. O uno puede decir que, en lo que toca a un gobernante, las intenciones son mucho menos importantes que los resultados; así juzgamos, por ejemplo, a Bush Jr.
En esta cuestión se pueden trazar, en fin, posturas maximalistas, posturas pragmáticas y una infinidad de terceras vías. Pero el debate sobre la responsabilidad de Obama en el auge del trumpismo es necesario por mucho que manche nuestra imagen de él. Al fin y al cabo, esto también es tratar a los votantes como adultos.