Esta estampa de la desolación fue tomada la noche del martes en Burlada, Navarra, donde cientos de vecinos se congregaron en repulsa por el asesinato de Blanca Esther Marqués (48) a manos de su pareja. El cuerpo de Blanca, estrangulada y arrojada al río Ulzama desde un puente, no había sido encontrado aún y la crecida de las aguas ni siquiera permitía saber si sería recuperado.
Hay algo especialmente siniestro en este caso y en esta imagen de rostros arracimados en torno a una cartulina con un eslogan que rezuma impotencia y desesperación: “Algohabrá-quehacer-conestos-asesinatos-Joer”.
Lo tremendo es que no resulta descabellado pensar que entre las personas allí congregadas haya víctimas y verdugos futuros. La estadísticas -871 mujeres asesinadas entre 2003 y 2016- confirman una eficacia criminal mayor a la de ETA, lo que da pie a cualquier macabra suposición. El caso de Blanca también.
Su verdugo confeso promulgaba una amatoria de azucarillo en las redes sociales -“El amor no es tener novia, ni besar, ni tener sexo. El amor es amar, cuidar, respetar y dedicar tiempo a alguien”- y ella era una mujer con formación, con trabajo e ideológicamente comprometida.
La normalidad doméstica -de puertas afuera- de la víctima y el hecho de que el feminicida se mostrara como una persona bondadosa ponen el foco en la potencialidad criminal del hombre. La incapacidad para establecer una casuística clara en la violencia machista abona esa tesis.
El asesinato de mujeres a manos de hombres no encuentra un acomodo en la taxonomía del crimen. En una catástrofe natural, un incendio, una plaga o un diluvio siempre podemos encontrar el burladero de la voluntad divina. Las enfermedades terminales democratizan la tragedia porque el cáncer no entiende de tramos de renta y porque los tumores conforman un futuro cotidiano. En la fatalidad de 3.000 muertos al año en accidentes de tráfico hay un equilibrio malthusiano porque son muchos los vehículos en carretera. También sabemos que 3.000 emuladores de Sócrates optarán -sin devolverle necesariamente el gallo a Esculapio- por la bebida o los rohipnoles.
Pero no hay modo de afrontar con certidumbre emocional e intelectual el asesinato pertinaz de las mujeres a manos del hombre, del hermano, o del padre. El problema es que puede ser contraproducente que el modo de canalizar esta frustración sea demonizar el debate, anatemizar el lenguaje y convertir a todos los hombres en asesinos potenciales. Ni la vulgaridad machista conduce inexorablemente al crimen ni la violencia sobre las mujeres es un virus latente. Pero siguen matando a mujeres.