“Rajoy es un viejo zorro que se las sabe todas”, “hay que reconocer que comprende a España mejor que nadie”, “él sabe salir de la burbuja de Twitter y apelar a la verdadera mayoría”, “al final va a tener razón, tú mira lo que está sucediendo en los otros partidos”, “si es que, no sé, hasta me empieza a caer bien”.
Todos hemos escuchado alguna de estas frases, piezas clave de la reivindicación del marianismo que se lleva realizando desde el 26-J. Es un discurso interesante porque, lejos de circunscribirse a los votantes del PP, se ha extendido a quienes se proclaman contrarios a Rajoy. La admisión de la victoria marianista frente a todas nuestras moderneces y politologadas se ha convertido en una conversación simpática; yo mismo admito haber caído en ella. No se puede vivir siempre enfurruñado.
El caso es que este discurso reivindicativo pretende hallar su colofón este fin de semana con el congreso del PP. Porque la intención no es solo reunirse tras unos años difíciles y hablar de que Bulgaria es un lugar agradable -se come bien, por la noche solo se escucha algún grillo-. No basta con sentirse francamente estupendos en una familia tan unida. El propósito es mostrar que Rajoy, además de suponer un modelo de gestión de crisis económicas, políticas y lo que se tercie, también puede dar lecciones sobre cómo pastorear un partido. Que el PP marianista, lejos de avergonzarse de sí mismo, se reivindica como un modelo digno de imitación. De ahí la euforia popular ante lo que ven como el “tiro en la culata” de la contraprogramación de Podemos. ¿Qué puede quedar mejor de cara al público –piensan– que contraponer nuestros aplausos norcoreanos a la guerra entre comunistas, peronistas y demás ralea?
Ante este panorama, lo importante es impedir que la ficción se apodere de la realidad. Frente al ventajismo de la reivindicación marianista, hay que seguir recordando algunas verdades. Como que la mediocridad no se cura con el éxito, sino que más bien empeora con él. O que los debates internos y los cuestionamientos del liderazgo no son frivolidades de perdedores ni de intelectuales universitarios: David Cameron debió derrotar a tres candidatos muy fuertes en las primarias antes de hacerse con el liderazgo del conservadurismo británico y ganar dos elecciones seguidas. O, ya puestos, que un partido ofrece una pésima imagen cuando, hallándose sumido en múltiples causas de corrupción, encontrándose incapaz tras cinco años de bajar el paro del 18%, y habiendo fracasado a la hora de reducir el atractivo ideológico del independentismo catalán, considera que lo prioritario es debatir si Cospedal debe ocupar dos sillones o solo uno.
En resumen, en estos días en los que los populares se sentirán en posesión de la verdad absoluta con cada alerta que les llegue al móvil desde Vistalegre, vale la pena recordar lo que decía John Stuart Mill sobre las ideas que se sostienen sin haberse debatido:
“Aunque la opinión admitida fuera toda la verdad, a menos que pueda ser y sea vigorosa y lealmente discutida, será sostenida por los más de los que la admitan como un prejuicio, con poca comprensión o sentido de sus fundamentos (…). No es esta la manera en que la verdad debe ser profesada por un ser racional. Esto no es conocer la verdad. La verdad así proferida es tan solo una superstición más”.
Como el marianismo.