La propuesta de Ciudadanos para revisar el estatus jurídico de las mascotas es importante no sólo para acabar con el atraso que supone considerar a los animales de compañía “bienes semovientes”, sino porque podría contribuir a superar el simplismo antropocéntrico que, para gozo del cuñadismo más presuntuoso, se enseñorea a codazos en los debates animalistas.
Revisar el estatus que merecen nuestros perros y gatos, extender la educación ecológica o infundir -aunque sea a golpes- el respeto obligado a la Pachamama constituyen empresas intelectuales elevadas y relativamente nuevas en sociedades penetradas por el egoísmo consumista de la era postindustrial.
Es tan impensable que este tipo de cuestiones interesen a pueblos en proceso de industrialización, como extravagantes resultaban hace pocos años las monsergas sobre el tabaco, la necesidad de reciclar o la conveniencia de desterrar el piropo y otras actitudes machistas, por citar tres signos evolutivos menores.
El reconocimiento del amor indeclinable a nuestras mascotas nos engrandece como seres humanos. Sin embargo, cada vez que surge el debate, algún gracioso henchido de originalidad prestada recuerda los cuentos de Perrault o los dibujos de Walt Disney para ridiculizar a los animalistas y convertir un asunto moral y civilizatorio en un festival de lugares comunes.
Luego es frecuente que, para terminar de embrutecer el debate, se arrojen a bulto alusiones al aporte calórico de embutidos y babillas, se contrapongan los incuestionables derechos humanos con los absurdos derechos de los animales, o incluso que se esgriman digresiones sobre los empleos de la industria cárnica o el hambre en el mundo. Claro, arrasado el terreno... el galgo al olivo.
El fundamentalismo animalista puede resultar ridículo en sus expresiones histéricas, pero esta espuma se desvanecerá sin duda en el momento en el que el integrismo ombliguista abandone su ufanía -si es que puede- y afronte con respeto el debate sobre la consideración y el trato que damos a los animales: también al ganado, los peces y las aves que comemos, por supuesto.
Es frecuente encontrar perros absolutamente buenos y leales, dignos o incluso agresivos. Pero nadie ha conocido a perros presuntuosos, traidores o iracundos. Estos últimos son rasgos, claro, fieramente humanos.