Cada año nacen en Gran Bretaña 750 niños con síndrome de Down. Son sólo la punta del iceberg. Gracias a los diagnósticos prenatales, el 90% de los fetos que padecen este trastorno genético son abortados. En Dinamarca los porcentajes son similares. En Islandia esa cifra alcanza el 100%, lo que lo convierte en el primer país del mundo en erradicar el síndrome de Down. En los EE.UU. el número de ciudadanos que padecen síndrome de Down se ha reducido un 30% durante los últimos años. Las implicaciones éticas son evidentes. Antiabortistas y padres de hijos con síndrome de Down hablan de holocausto. Los más moderados, de exterminio y eugenesia.
Es de prever que la popularización de los llamados NIPT, los nuevos tests prenatales no invasivos, aumenten aún más esas cifras. Los NIPT tienen una fiabilidad del 99% (contra el 85-90% de los viejos test) y no resultan peligrosos para el feto. A la contra juega la mejora de la esperanza de vida de los afectados, que aun así suelen sufrir cardiopatías congénitas y enfermedades graves del aparato digestivo. En la década de los ochenta esa esperanza de vida era de unos veinticinco años. En la actualidad es de sesenta, aunque algunos afectados viven hasta los setenta años.
A la cabeza de los artículos más polémicos del periodismo español de los últimos años se encuentra sin duda alguna este de Arcadi Espada. Quizá su pecado fuera adelantarse al debate que en algún momento de los próximos años deberán afrontar las sociedades que puedan permitirse el lujo de unos diagnósticos prenatales y genéticos casi infalibles: qué entendemos por “enfermedad” y cuáles de ellas son lo suficientemente graves como para justificar un aborto.
Es un debate que conviene sacar del terreno de juego de la política. También, por supuesto, del de la religión. Ni siquiera la ciencia tiene mucho que decir al respecto. Se trata de un debate puramente filosófico. También conviene situar la discusión, por el bien de todos los participantes, en el momento preciso. No tras el parto, sino antes de él. Finalmente, convendría puntualizar que el debate es sobre la enfermedad, no sobre el enfermo. Mucho menos sobre el enfermo ya nacido. Un niño con síndrome de Down no es el síndrome de Down. Conviene recordar lo obvio en debates tan sensibles como este.
Hace ya meses que se habla de la posibilidad de un mundo sin síndrome de Down, o de Edwards, o de Patau. Pero se trata de una posibilidad improbable: lo demuestra la reacción de miles de padres frente a la noticia. Tampoco escasean quienes opinan lo mismo de incapacidades como la sordomudez. En 2008, los británicos Tomato y Paula Vichy pidieron seleccionar genéticamente a su hijo para que naciera sordomudo como ellos. Es uno de los casos más conocidos, pero hay muchos más.
Visto lo visto, la pregunta no es tanto la de qué padres, dada la posibilidad de elección entre la salud y la enfermedad, escogerían imponerle la segunda a su hijo. El caso de Tomato y Paula Vichy demuestra que esos padres existen. La pregunta debería ser entonces quiénes, dada la posibilidad de elección, escogerían imponerse a sí mismos una enfermedad o una discapacidad leve, moderada o grave. Quizá sea esa la pregunta que sitúe el debate en los parámetros correctos y la que dé la verdadera medida de lo que consideramos “enfermedad”.