Había mucha sangre en el callejero de Madrid. Demasiada. No quiero decir con esto que ahora de golpe haya desaparecido toda, que no lo ha hecho y que la sigue habiendo de los unos y de los otros, pero es indudable que la propuesta del Comisionado para la Memoria que se conoció la pasada semana, y por la que se insta a cambiar de nombre 47 vías de la capital, pretende erradicar las últimas secuelas del franquismo victorioso y rencoroso que nunca estuvo por la labor de la reconciliación sino por la de que no olvidáramos a los que ganaron. No era un callejero que pretendiera borrar el horrendo pasado; en él continuaban palpitando aquellos cautivos y desarmados del 39; con unas calles por las que seguía transitando el odio, la muerte y la desesperación que partió España en dos. “La ciudad se ha sacudido la sangre”, escribía este pasado viernes mi compañero Daniel Ramírez en EL ESPAÑOL. Ojalá.
No se trata de borrar páginas de nuestra historia, como señalan los que intentan seguir anclados en el carro de los vencedores, sino de exterminar aquellas cuartillas que nos siguen recordando lo peor de nosotros mismos, lo que nunca debió ser, lo que jamás deberíamos haber hecho; calles que todavía separan a esas dos españas que continúan latiendo, en una u otra acera, en demasiados conciudadanos.
Ahora se ha devuelto la voz a aquellos que la perdieron de cuajo; ahora se han cambiado los militares y la nomenclatura guerracivilista del franquismo vencedor por escritores y periodistas, por librepensadores y enseñantes, por simples hombres y mujeres de bien, por anónimos ciudadanos que pagaron con su vida o con el exilio, con el abandono o la desidia, con el olvido o el silencio, el simple hecho de no haber formado parte de los elegidos por el resultado final de una contienda fratricida que sigue escociendo a pesar de los muchos años trascurridos. Nada tiene que ver esto con una revancha de los perdedores sino con el ideal de que recordemos a quienes merecen ser recordados.
¿Quién puede poner en tela de juicio que Melquíades Álvarez, Blas de Otero, Melchor Rodríguez, Juana Doña, Max Aub, Julián Besteiro, Edgar Neville, Simone Weil o Corpus Barga, por citar algunos protagonistas del nuevo callejero madrileño, tienen derecho al recuerdo permanente en detrimento de otros que simplemente llegaron a él a lomos de una bayoneta manchada de sangre? ¿Quién?
¿Quién puede poner pero alguno a Manuel Chaves Nogales? Un periodista a quien el franquismo intentó borrar del mapa con tanta fuerza que muchos incluso llegaron a dudar de que realmente hubiera existido. Pero existió y lo hemos recuperado y con él lo mucho y sobresaliente que escribió sobre España y los españoles especialmente; a destacar una obra que publicó apenas iniciada la contienda –A sangre y fuego, título que robo para esta columna a modo de humilde homenaje a un hombre y escritor irrepetible– que no gustó ni a unos ni a otros, escrita entre dos trincheras, y en cuyo prólogo nos anticipaba, ya en los primeros meses de 1937, la llegada final de un caudillo –utiliza exactamente esta palabra–, sin saber entonces si iba a ser de un bando o del otro y mostrándose igual de escéptico y aterrorizado fuera cual fuera el signo del vencedor.
La guerra no acaba nunca en este país. Sigue ahí, latente, escondida que no desaparecida. Siempre dispuesta para ser utilizada como arma arrojadiza en cualquier momento, por cualquier circunstancia. Toda excusa es buena. Antes por unos muertos, unas zanjas y unas familias que deseaban enterrar a los suyos con dignidad; ahora por los nombres de unas calles que llevan tropecientos años recordándonos lo que nunca tenía que haber pasado. Tanto hablar del callejero y de los cambios y resulta que en Madrid existe ya hace muchos años una calle llamada de la Concordia, sí de la Concordia, y ni unos ni otros le hacemos ni puto caso.