Este fin de semana he vuelto a ver Cabaret. Lo que lo convierte en un musical milagroso es que los números de burlesque que se representan en el Kit Kat Club no son un colorido añadido a la trama, como suele ocurrir en los musicales, sino la trama misma. La historia de Sally Bowles y el trío amoroso del cual ella es el vértice es subsidiaria del relato que componen las apariciones del siniestro maestro de ceremonias, que describe desde el escenario el espíritu de los tiempos, la transformación de la mentalidad del Berlín de comienzos de los años 30.
La película arranca con Joel Grey dando la bienvenida en varios idiomas a los extranjeros que acuden al club en busca de ocio y consuelo. En el último número aparece en el escenario junto a una gorila y habla de un amor incomprendido. Termina cantando: “Entiendo sus objeciones, concedo que no es un problema pequeño, pero si pudieran verla con mis ojos… no dirían que es judía”. El público estalla en una carcajada. Diez años después los judíos, ya definitivamente animalizados, se conducían hacía los hornos crematorios de Auschwitz o Treblinka.
El humor no es inocente y puede estar al servicio de las causas más infames. En EL ESPAÑOL pueden ver las tomas falsas de los vídeos en los que Paco Sanz se fingía enfermo y cautivaba los corazones solidarios y les pedía que donasen dinero para ayudarle a afrontar las facturas del tratamiento. Como muy bien concluyó Manuel Jabois, hablamos en realidad de las tomas falsas de las tomas falsas, es decir, de las tomas buenas. Paco Sanz se carcajea, a coro con su novia y su madre, de los incautos que acudirían al reclamo de las buenas intenciones. Supongo que la risa contribuía a superar los inevitables reparos morales que despertaba el negocio. Un paliativo de la conciencia.
Al final todo se reduce al lugar que ocupa cada uno en el chiste. Por eso no es lo mismo El lamento de Portnoy que cualquier libelo antisemita del siglo XIX o que los números que el imbécil de Diedonne M´bala interpreta, cuando no se lo impiden las autoridades, por toda Francia.
Lo de la niña Cassandra, por ejemplo. Es curioso como cualquier chiste acerca del bigote de la muchacha se percibe como mucho más grave que sus deseos de que Cristina Cifuentes “muera antes de las doce”, expelidos y publicados mientras esta se debatía entre la vida y la muerte en la UCI del hospital de La Paz. Y yo creo que hay una razón poderosa para ello: los límites del humor. No está bien reírse de los perturbados y no hace falta ser psiquiatra para deducir -no porque tenga bigote, por dios, sino por sus textos- que Cassandra es una pobre perturbada.
Esto es algo que no han tenido en cuenta los jueces de la Audiencia Nacional que, de forma ridícula, la han condenado a un año de prisión. Pero tampoco la legión de taimados que ha querido convertirla, de forma no menos ridícula, en la mártir heroica de la lucha por la libertad de expresión. A ver si aprendemos a distinguir.