Agradezco infinitamente que, de niño, mi padre me apuntara a mecanografía. Soy el resultado de aquellas clases en las que una gran Olivetti me hacía sentir como Sokolov frente a la sonata nº 32. Tracatacatacatacatá. Fue duro. Los dedos se espanzurraban entre la g y hache. La fuerza y la máquina podría habernos dejado mancos a toda la clase. Pero sobrevivimos. Así que cuando me preguntaban, niño, qué quieres ser de mayor, yo decía: escritor de teclas.
Pero no perdamos el hilo narrativo. Soy el resultado de ese traqueteo y de las clases de pintura a las que me apuntó mi madre con un artista local. El ruido de las teclas y el colocón del aguarrás hicieron esta personalidad despistada y burra que soy ahora. Una mezcla de desierto, casualidad y cafetería, parafraseando a Paquito (Javier Cámara) en La mala educación. Pero nadie dijo lo de “con ustedes, a continuación, el misterio y la fascinación, la inimitable, ¡Zahara!”.
Podría haber sido. Durante mi infancia no se consideraba que los padres tuvieran que ser correctos, había que tenerles respeto y hacerles caso. Punto. Y mientras nos echaban el humo del puro en la cara con sabor a coñac de carajillo, nos mandaban a la calle “a jugar”. Mucha calle hubo en los ochenta y mucha habitación. Yo pasaba las horas tecleando en la Olivetti portátil y dibujando con las ceras manley con las que acababa como el mimo Marceu. Me imaginaba de maestro o escribiendo cuentos. Yo no sé si les pasaba lo mismo a Eduardo Mendoza, Luis Landero o Fernando Aramburu, pero yo desde luego, cada vez que me preguntan –ando de promoción con la novela- digo eso.
La otra tarde esperaba en el reinaugurado El Comercial a un periodista que me tenía que entrevistar por mi novela. Me quedé mirando las películas porno que venden en el kiosco y se me fue la cabeza. A los cinco años ya había visto cine X desde unas ventanas ocultas del cine Montecarlo de Buñol. Mi amigo Carlos era hijo del director de la orquesta y vivía sobre el teatro, justo encima de la pantalla del cine. Agachados en el ventacuno veíamos escenas prohibidas y la realidad se antojaba menos cotidiana. De todas aquellas películas que fui viendo con los años solo recuerdo Furia de Titanes con Úrsula Andress y Harry Hamlin haciendo de un musculado Perseo. Pero ya tendría yo nueve años. De todas las actividades que me vinieron a la cabeza mientras esperaba al periodista, creo que la más útil, fue hacerme una foto con el balón de reglamento que me regaló mi padre y guardarlo en el armario. Nunca lo usé. No tenía teclas. Prefería salir a buscar aventuras por las afueras del pueblo, en la papelera donde había revistas usadas y jugar tras la tapia del colegio, donde la vida era excitante.
He intentado hacer memoria de aquellos años para explicar la novela, pero desordeno recuerdos y fechas, se me mezcla todo. Sin embargo, aparece con especial nitidez una noche en la que mi padre me paseó con el coche a ver a las putas y las travestis de la avenida del Oeste en Valencia. Me enseñaban las tetas tras la ventanilla y yo debía flipar. Esa educación a coscorrones era tan bruta como las teclas de la Olivetti de la academia, tan dura como las rosquillas de almendra del horno donde merendaba y tan zafia como las letras de las vedettes que veíamos en los espectáculos de fiesta del pueblo vecino. Pero a mi me gustaba, creo.
He intentado a conciencia entender aquellos años, pero no hay solución. Es lo que es.