Las críticas a los legionarios que entonaron El novio de la muerte a un grupo de niños oncológicos del Hospital de Málaga se legitiman en una protección de la infancia al servicio de moralidades e intereses que poco o nada tienen que ver con la inocencia maleable de las criaturas.
Desde el Lazarillo de Tormes a los golfillos de Dickens y Twain es cuento viejo eso de que mendigos ciegos, charlatanes buscavidas y embaucadores sin escrúpulos se valgan de la ternura de los niños para hacer industria de su cinismo y proselitismo de sus prejuicios. No podemos extrañarnos, entonces, de que IU en Andalucía vaya a llevar al Parlamento autonómico el asunto del himno de los lejías para dar rienda suelta a un antimilitarismo caduco y, paradójicamente, tan nostálgico como la mística del Tercio.
En cien años, la Legión ha pasado de ser refugio de descarriados y aventureros que se enderezaban en el yunque de la disciplina y en el desprecio a la propia vida por un sentido del honor genuinamente africanista, al destino natural en el Ejército de cientos de hombres y mujeres que se han jugado la vida en misiones de paz en Bosnia, Líbano, Irak o Afganistán.
Los legionarios ya no desfilan con las cabezas de los rifeños empaladas en ballonetas, ni asedian la Ciudad Universitaria ciegos de grifa junto a los moros mercenarios. Tampoco gritan “¡Muera la inteligencia!” ni toman los claustros para escrachar a intelectuales: esto último, es ahora patrimonio de Podemos.
Los legionarios de ahora van por un sueldo escueto allá donde el Estado los requiere, desfilan con el Cristo de la Buena Muerte en Semana Santa, pasean a cabras marciales por la Castellana los 12 de octubre y reparten peluches y camisetas en clínicas pediátricas, escuelas y orfanatos.
Pero una parte de la izquierda no les perdona su vetusta gloria bañada de sangre, ni sus barbas de chivos orgullosos, ni sus camisas abiertas con las pelambreras al aire, ni mucho menos que en sus clubes y casales exhiban bustos y fotografías de Millán-Astray y el dictador Franco.
A mí ambos personajes me desagradan: el primero por cafre, por violento y por haber querido descerrajar tres tiros a Unamuno en la Universidad de Salamanca; el segundo por haber sido un tirano y por la cárcel, el hambre y el aceite de ricino con que castigó a mi abuelo y mis tíos, entre otros muchos millones de españoles.
Detesto sus fotos, sus nombres en el callejero y las cunetas con huesos sin nombre. Pero concedo que para los legionarios la figura de su fundador, el teniente-coronel manco y tuerto, el héroe del Rif, sea más una referencia mística que política.
Tampoco entiendo que resulte difícil o pernicioso admitir que todos los niños, especialmente los niños hospitalizados en las horas lentas de las convalecencias, sueñan algunas veces con ser soldados. Allí veo entonces a la Hermandad Mena, solícita y solidaria, al llamado de los críos: "¡A mí la Legión!”.