Sé lo que se siente cuando alguien que quieres se va a los 46. Recuerdo todos los minutos de un 20 de mayo de hace ya muchísimos años cuando mi madre me dejó solo. Como buena zaragozana se llamaba Pilar, tenía exactamente 46 años de edad y también murió del corazón, de un infarto fulminante mientras caminaba por una céntrica calle de la capital aragonesa. El suyo no estaba al revés pero desde que tuve uso de razón recuerdo a toda la familia pendiente de él, a un cardiólogo que respondía al nombre de don José María y a mi madre tomando un sinfín de medicamentos, entre ellos uno que se llamaba Coramina y que en mi imaginario particular era algo así como el elixir mágico en gotas que siempre la salvaría. No fue así.
Yo aún no había cumplido los 15, pero recuerdo vívidamente, como si hubiera sido ayer, el beso de despedida que nos dimos aquél 20 de mayo en la cocina de casa y nunca he dejado de sentir sus últimos labios sobre mi mejilla ni su mano revolviéndome el pelo. Esa mañana, como la mayoría, habíamos desayunado juntos antes de irme al cole. Allí me fue a buscar unas horas después uno de mis tíos para soltarme a bocajarro que mi madre se había muerto. En ese instante dejé de pensar, como lo había hecho hasta entonces, que la vida siempre sería maravillosa.
Me eché a la mochila entonces, y ahí siguen, nuestros escasos recuerdos compartidos que el tiempo difumina pero nunca borra: meriendas cómplices con pasteles y sonrisas que iluminaban su preciosa cara redonda, aquellas reuniones con don José María en las que aprendí a dar masajes a su maltrecho motor por si se le paraba cuando estábamos solos, su defensa a ultranza cuando el mundo se volvía contra mí, los baños en el Ebro y en la piscina de Torrero, nuestras discusiones futbolísticas y sobre todo esos abrazos y besos que salían disparados de su inmenso pero débil corazón. Su vida no me dio para más.
El día que se marchó y el siguiente fueron calurosos en Zaragoza. En aquellos años no había tanatorios y se velaba en casa a los seres queridos. Visité entonces por primera vez un cementerio en una mañana primaveral pero tórrida y desde ese maldito día he procurado pisar los menos posibles. Recuerdo todo lo que viví en esas horas: la casa repleta de llanto, la nube sobre la que deambulaba, la bruma que me rodeaba, las lágrimas propias y ajenas, los abrazos prestados, los rostros que no había visto hasta entonces y no volvería a ver jamás, los elogios infinitos… en definitiva, ese circo tan español que es la muerte. Y luego, la nada, la soledad absoluta, el hueco de lo que estaba y ya no está, el vacío que te deja la vida que ya nunca podrás vivir; el fin de la inocencia en mi caso. Solo me quedé aunque seguía teniendo a mi padre y a mis dos hermanos. Solo me quedé.
¿Cómo se puede morir mi madre si sólo tiene 46 años? Me estuve preguntando durante muchos meses. Nadie me supo contestar. Lo mismo debe de estar preguntándose ahora otro hijo, este de nueve años, que también ha perdido a la suya con 46 años. Y tampoco nadie le responderá de forma convincente por mucho que lo pregunte en los próximos meses. Las madres jamás deberían morir a los 46. Ninguna; ni la mía, ni la de este niño de nueve años, ni las de los cientos de pequeños que han visto caer a las suyas víctimas de la violencia machista, ni las de los miles y miles que las han perdido por culpa de la barbarie que sólo el hombre es capaz de desencadenar: guerras inmorales, religiones abrasivas o hambrunas exterminadoras.
No, ninguna madre debería morir a los 46. Nadie debería quedarse huérfano tan pronto. Porque hay muertes que pesan mucho más que otras. Y no reconforta nada que nos recuerden que mientras no nos olvidemos de ellas, seguirán vivas y coleando. No, no es así. A ciertas edades necesitas algo tangible, que toques y te pueda tocar, que beses y que te bese, que te acaricie y que acaricies, que seque tus lágrimas y alivie tu pena, que te duerma y te despierte, que esté siempre a tu lado, que coja tu mano cuando estás enfermo, que te bese como sólo una madre puede besarte, que vigile tu sueño y que tú sepas que ella lo vigila. Las sombras y los recuerdos, por espléndidos que sean, nunca son suficientes; necesitas la carne y el calor, el achuchón y la caricia interminable.
No, ninguna madre debería morir a los 46.