Se está poniendo tan peligroso el oficio de pasajero de aerolínea que en breve será más seguro viajar encima del avión que hacerlo en su interior. Porque no pasa semana sin que aparezca en los medios la noticia del terrible abuso de alguna compañía, siempre americana, sobre uno de sus pasajeros. Fue el caso de United Airlines hace dos semanas y de American Airlines hace una.
El patrón es siempre el mismo. Un despótico auxiliar de vuelo le exige de forma arbitraria a un pasajero que renuncie a alguno de sus derechos y la cosa acaba como un remake aéreo del Kill Bill de Quentin Tarantino, con el pasajero herido, inconsciente o sollozante, y con la indignación solidaria del resto de pasajeros del avión que han sido testigos del atropello.
Es una epidemia y sólo caben dos conclusiones. O el trato al cliente ha degenerado hasta extremos rústicos o ese trato siempre ha sido igual de vándalo pero los atropellos salen ahora a la luz gracias a 1) la toma de conciencia de los pasajeros acerca de sus derechos y 2) los móviles, que permiten grabarlo todo y volcarlo en las redes sociales antes incluso de que el viajero apaleado acabe de recibir el último guantazo a rodabrazo.
En realidad, las fábulas anteriores funcionan, como todas las buenas telenovelas, porque encajan en los prejuicios ideológicos y sentimentales de una mayoría de los ciudadanos. Todos los ingredientes correctos están ahí alineados en perfecto estado de revista para su digestión acrítica: la multinacional insensible, el capitalismo inhumano, los derechos pisoteados, la víctima inocente, la solidaridad del pueblo.
Un avión no es una democracia y gracias a Dios por ello. A bordo, la máxima autoridad es el comandante como en un barco lo es el capitán, en las aulas lo es el profesor y en el quirófano lo es el cirujano. Y al que no le guste siempre le queda la opción de viajar a pie, hacerlo a nado, alfabetizarse en un corral o hacer sus pinitos con la cirugía laparoscópica armado con una linterna, un palo y un iPhone.
Porque el comandante de un avión tiene a su cargo la vida de cientos de pasajeros, además de la suya propia, y el bienestar emocional de los clientes puntúa muy bajo en su escala de prioridades. Cosa que se agradece. Y de ahí su potestad legal, y hasta el deber, de desalojar a cualquier pasajero por los motivos que a él le parezcan pertinentes: embriaguez, mal olor, obesidad, comportamiento agresivo o, sí, overbooking. Y eso porque un avión no es una guardería para adultos sino un tubo de metal incómodo y claustrofóbico cuyo correcto funcionamiento depende de la capacidad de los pilotos y de los auxiliares para imponer un orden marcial sin que se note demasiado.
Pocas reglas periodísticas cuentan con menos excepciones que la de que la realidad jamás es blanca o negra, sino gris azabache. En la primera noticia citada en este artículo, David Dao, el pasajero que fue desalojado a rastras del avión de United Airlines, se negó a obedecer una orden directa del comandante del avión olvidando que la compra de un billete no da derecho automático a un asiento (aunque sí a una compensación en caso de desalojo, que le fue ofrecida a Dao). En la segunda noticia, la pasajera se obcecó en entrar en el avión con el carrito de su bebé haciendo caso omiso de las instrucciones del personal de seguridad y de los auxiliares de vuelo.
Ambos desvaríos, muy de esta época por cierto, acabarán con jugosas compensaciones multimillonarias para Dao y la mujer del carrito. Compensaciones que acabarán siendo pagadas por los mismos pasajeros que se indignaron con el comportamiento de los empleados de la aerolínea. Y eso a pesar de que los que estaban retrasando su vuelo, poniendo en riesgo su seguridad y regalándoles un espectáculo de vergüenza ajena impropio de un adulto que se viste por los pies fueron Dao y la mujer del carrito. El crimen no paga pero el victimismo, el infantilismo y el lloriqueo lo hacen a manos llenas.
Buenas noticias para el sentimentalismo más bobo, ese que suele indignarse con “el despiadado capitalismo” pero que no renuncia jamás a las indemnizaciones derivadas de las reglas de ese mismo capitalismo. La primera de ellas, y quizá la más mentirosa, la de que el cliente siempre tiene la razón aunque sea un caprichoso con babero.