Cuando Europa hablaba francés es un ensayo publicado en 2001 por el historiador galo Marc Fumaroli. Como se puede deducir del título, el libro es un ejercicio de airada nostalgia por los siglos de hegemonía cultural francesa en el resto de Europa; esos tiempos en que ingleses, italianos, alemanes, españoles, rusos y demás bárbaros tenían como máxima aspiración hablar francés, leer en francés, pensar en francés y pasar en París todo el tiempo que fuese posible.
Es buena muestra de cuánto han cambiado las cosas que el libro de Fumaroli tardara diez años en ser traducido al inglés, y quince en ser traducido al español. Pero quizá los vientos están empezando a soplar en otra dirección, y quizá las elecciones de este domingo tengan algo que ver con ello.
Porque hubo un momento en el que Francia, que lo fue todo para varias generaciones de europeos, desapareció del radar. No creo ser el único nacido a finales de los ochenta para quien los referentes culturales foráneos eran unánimemente anglos. Nuestras madres nos llevaban al British Council por las tardes, los veranos traían bochorno de phrasal verbs. Toda la cultura formativa, desde Disney hasta Franzen pasando por Harry Potter y Nirvana, era inglesa o americana. Además, en la década triunfal tras el fin de la Guerra Fría parecía que los referentes políticos solo podían ser anglos, ya fueses liberal-reaganiano o progresista-blairiano.
Cuando tocó salir, Londres fue la ciudad preferida. Cuando tocó investigar, muchos nos lanzamos a escribir tesis acerca de las relaciones históricas entre España y el mundo anglohablante, encontrando en Jovellanos, Giner o Maeztu precursores de nuestra era anglófila. Y el fenómeno no era exclusivamente nuestro: durante los últimos veinte años las universidades británicas y estadounidenses han visto el gradual descenso de solicitudes para estudiar francés, la defección generalizada de las nuevas generaciones hacia los departamentos de español.
Tampoco se trataba solamente de un cálculo de futuro. Diría que para los arrogantes hijos de la caída del Muro, para los ciudadanos normalizados de una Constitución osadamente normal, la francofilia tenía un tufillo antiguo y amanerado. Era algo que aparecía íntimamente ligado a las frustraciones terceraespañistas, a esa melancolía por vivir en un país trágico, alejado de las excelencias civilizatorias de allende los Pirineos.
De alguna manera, decantarse por la anglofilia era sobreponerse a esa tradición que vería a España como una Francia 0.5. Francia aparecía como provinciana y viejuna por asociación con estas viejas y provincianas frustraciones. El mundo anglo, por el contrario, aparecía como el embajador de una modernidad global.
Me pregunto si algo de esto cambiaría con la victoria de Emmanuel Macron sobre Marine Le Pen este domingo. Es decir, si Francia recuperaría algo de su antiguo atractivo universal al negarse a seguir a Gran Bretaña y Estados Unidos en la senda del nacionalismo aislacionista.
No hablo de la creación de una Macronmanía que rivalice en infantilismo con la Obamanía de hace casi diez años. La cuestión es más bien si algún país desea alzarse en nuestros tiempos con el estandarte del universalismo. Es decir, si alguna nación apuesta por hablar a quienes viven más allá de sus fronteras, si desea hacerles partícipes de un proyecto de modernidad que nos pueda incluir a todos. Si decide, en fin, ocupar la función que Reino Unido y Estados Unidos ejercieron hasta 2016.
Me pregunto, en fin, si una generación aún nonata aprenderá francés con la misma determinación con que nosotros machacamos el inglés. No porque sea un idioma de futuro, sino porque para ellos llegue a significar algo más profundo.