En este Tendido del Siete hecho país, donde todo el mundo se permite opinar de todo, hasta del suicidio ajeno (véanse las acerbas críticas a Larra por descerrajarse un tiro por amor, ¡con lo mal que estaba España!...) ayer era un día para no salir de casa sin sufrir. Y hasta para no parar de sufrir dentro de casa, porque los tres mayores motivos de padecimiento nacional te atacaban inmisericordes por mar, tierra, aire, televisión y red social.
“Tal y como está el país, lo normal es que las primarias las gane Pedro Sánchez”, me había susurrado José Luis Garci en su tono más Bogart el día que se vino al Callejón de Las Ventas. Frase profética que esta cronista, astuta, se guardó. Para sacársela del corpiño justo ayer, ayer justo, cuando al Callejón se venía Cristina Alberdi, ya saben, la antigua ministra y diputada socialista, candidata que fue a la secretaría general del PSOE en el XXXV congreso, aquel que José Luis Rodríguez Zapatero ganó por 9 votos 9. Entre otras cosas porque la noche antes Juan Carlos Rodríguez Ibarra dio orden a las huestes guerristas de votar sólo la mitad de ellas a Alberdi. Y usar la otra mitad de la tropa para frenar al aborrecido Pepe Bono.
“Yo si gana Pedro Sánchez me suicido”, afirmaba Alberdi con la rotundidad de quien, tras mandar hace años a la porra al retrato de Dorian Gray de lo que un día se pareció al PSOE, ya no tiene necesidad de cortarse de decir lo que piensa. Más enigmático se mostraba el otro invitado de la tarde al Callejón, Antonio Fernández-Galiano, presidente de Unidad Editorial que lógicamente se pasó la tarde con un ojo en la arena, otro en el chulísimo y elegantísimo (me gustó mucho mucho, de verdad…) smartwatch que sin ninguna petulancia y con total elegancia llevaba en la muñeca izquierda, y el tercer ojo, el trascendental, en la pantalla del móvil por donde asomaban los titulares de su santa casa. “Va, si lo dice El Mundo, no te lo creas…”, le soltó un castizo-bocazas leyendo por encima de su hombro. Por la sonrisilla me pareció que sí le había reconocido (a Fernández-Galiano) y que se lo decía pues por eso mismo que jode tanto: por joder.
En verdad no era una tarde para cardíacos. Entre las primarias socialistas y las del fútbol, con la entera Liga pendiendo de un gol aquí o allá, nada más faltó que los toros fueran de Las Ramblas y que la terna taurina la formaran Juan José Padilla, Antonio Ferrera y Manuel Escribano. Biográficamente cosidos a cornadas los dos primeros, con evidentes ganitas de no mamar menos tragedia que nadie el más novicio Escribano. Aunque fue por culpa de Ferrera que casi nos echan. A nosotros, sí. Estaban las enteras Ventas puestas en pie clamando por la segunda oreja ante una presidencia fría y reservona cuando Fernando Sánchez Dragó va y se lamenta como un niño de no llevar él nunca pañuelo blanco para estas luchas. Poco antes se había preguntado, soñador, qué pasaría si él se presentara cualquier día en una concentración como la de Podemos el día antes, con el ojo del huracán en la Puerta del Sol, al ladito de aquella Dirección General de Seguridad donde al joven Dragó y a sus amigos rojos les daban de hostias. ¿Se repetiría la historia pero al revés?
Ah, pero no contaba con la sin par y aguerrida Alberdi, que ni corta ni perezosa se sacó del bolso un paquetito de kleenex y nos armó a todos, Fernández-Galiano incluido, para la batalla de la oreja. Allí estábamos blandiendo nuestros cuatro kleenex como si fueran pancartas del Mayo francés, cuando un señor educadísimo, cargado de autoridad y de razón, vino a darnos el alto: “Por favor, recuerden que están ustedes en el Callejón y que desde el Callejón no se pueden pedir orejas, porque somos parte implicada”. Glups. Kleenex al bolsillo y cuerpo a tierra.
Es fácil tener estos despistes en la plaza, ese maravilloso islote de anarquía que funciona como un reloj. Cuando ves a los del Siete gritarle “¡inválido!” al toro y “¡sinvergüenza!” al torero, cuando ves a Padilla corriendo como un gamo estribo arriba y abajo aunque es evidente que le roza la taleguilla (el traje de luces le venía estrecho, percibió Alberdi, lo cual acercaba al diestro a recordar a Cristiano Ronaldo, aportó Fernández-Galiano), cuando ves que los otros toreros se pican y reciben a la bestia, el uno a porta gayola, el otro casi de espaldas… En fin, que ya vas viendo que sí, de que en este país puede pasar de todo.
La noticia del gol del Eibar al Barça hace prorrumpir en aplausos a casi todo quisque que me rodea excepto a Dragó, el único que, como yo, no entiende que haya movimiento antitaurino estable y no lo haya antifutbolero. Avanza el escrutinio del PSOE, al principio más lento que la corrida endiablada (¿salimos a diecisiete minutos y medio por toro?), pero pronto los ritmos se ponen a la par y Antonio Hernando ya está dimitiendo antes de acabar el paseíllo. Alguien se acuerda de que Juan de Austria fue un gran rejoneador aficionado y que a veces se bajaba a torear a pie y entonces aquello era el delirio popular. “Habría sido un rey extraordinario, sin duda”, afirma Fernández-Galiano con aplomada nostalgia de lo imposible. Alberdi va más al detalle: “Oficialmente murió de tifus, pero más bien parece que lo quitó de en medio un oportuno veneno”. El de la política española, que no hay nada que con él pueda.
Mencionábamos que los toros eran de Las Ramblas. Me cuentan mis superfuentes que este ganadero fue una vez a comprarle vacas a los Domecq, que tenían fama de llevar un libro para ellos y otro para las visitas. Por si acaso el de Las Ramblas dijo que se dejaran de libros y de papeles, que simplemente abrieran la cancela donde estaban guardadas unas 400 vacas, y que las primeras 100 que salieran, esas se quedaba. Bueno. Pues ni así. Las faenas de ayer por la tarde, que por momentos parecían una frenética ascensión por la escalera de bomberos de la demencia, se estrellaban sistemáticamente contra lo que parte del respetable no dudó en calificar de “basura de ganadería”. “Claro, es una pena que tú te esfuerces en darlo todo, en arriesgar al máximo, y no llegues a nada porque el toro no arranca, no te sigue”, me comentó a mí Cristina Alberdi. Y yo le comenté a Cristina: “Al fin y al cabo, el toreo es cosa de dos”. Como casi todo lo demás.