Viví en Mánchester dos años. Fue entre 2013 y 2015, cuando trabajé como profesor en el Departamento de Hispánicas de la universidad de allí.

Estos días he recordado la plaza de Piccadilly Gardens, y las paradas de autobús que compartía con jóvenes españoles emigrados, con talludos hinchas del City, con sijs en sudadera y con mujeres cubiertas con niqab. Recuerdo las casas de amigos en Fallowfield, en Whalley Range, en Didsbury, en Chorlton; los mismos barrios donde las fuerzas de seguridad británicas han estado efectuando registros y deteniendo a sospechosos. Recuerdo el Arndale, el centro comercial erigido tras la destrucción que causó una bomba del IRA en pleno centro de Mánchester en 1996; y también el fallido plan yihadista de 2009 para volver a destruirlo, esta vez sin aviso y con centenares de personas en su interior.

Recuerdo la extraña sensación de seguridad que impregnaba todos estos lugares, o al menos la que yo siempre sentí en aquella ciudad. Una sensación derivada del sentimiento de comunidad y pertenencia del que siempre han hecho gala los mancunians.

Y recuerdo el Manchester Arena.

Pero lo que mejor recuerdo de Mánchester son los estudiantes que tuve en la universidad. Es extraño: por edad, estaba más cerca de ellos que de la mayoría de compañeros del claustro. Y, sin embargo, era difícil no verlos como niños. O como niñas, porque, como sucede en todos los grados de Humanidades, la inmensa mayoría de mis estudiantes eran chicas.

Buenas chicas; estudiantes aplicadas y curiosas. Chicas de primero que tenían miedo a levantar la mano aunque tú sabías que ellas sabían la respuesta; y que cuando por fin hablaban se cubrían la boca para que no se les vieran los brackets. Chicas que una mañana de pronto entraban en el aula oliendo a cigarros y a alcohol y con cara de circunstancias, y tú dejabas que se sentaran al fondo y no decías nada cuando empezaban a dar cabezadas. O a las que una tarde veías en la parada del bus besándose con un compañero, y al día siguiente esforzándose por no mirarlo durante la clase.

Chicas de segundo que te pedían consejo acerca de qué universidad española debían escoger para su Erasmus. Chicas que te preguntaban cómo era Madrid, y cómo era Barcelona, y qué se puede hacer en Alcalá de Henares. O chicas de cuarto que ya habían leído los libros que les recomendabas, que te decían que tu lectura de Crónica del desamor estaba completamente equivocada. Chicas que te trataban con la displicencia de quienes ya se sienten un poco mayores para esto de la uni, y tú a veces te cabreabas y a veces sonreías.

Pensé en ellas la noche del lunes, cuando empezaron a saltar tuits señalando que algo había sucedido después de un concierto en el Manchester Arena. Era difícil imaginar que alguno de mis antiguos compañeros del claustro estuviese en un concierto de pop adolescente; pero quién sabía con las estudiantes. Quizá habían llevado a una hermana pequeña al concierto. O quizá habían ido como despedida de su adolescencia. O quizá habían estado de fiesta por el centro y pasaron delante del Manchester Arena, de camino al siguiente bar.

O quizá es que era fácil imaginarlas, en versión embrionaria, en cualquiera de las niñas cuyos testimonios empezaron a recabar los periodistas.

Ahora pienso en el hecho de que el suicida de Mánchester tuviera 22 años, la misma edad que mis antiguas estudiantes de cuarto de carrera. Y pienso en que creció en Fallowfield, el mismo barrio cercano al campus donde vivían (donde viven) la mayoría de nuestros estudiantes. Y pienso en el piso que alquiló en Granby Row la noche antes del atentado; la misma calle que recorrí todos los días durante dos años de vuelta a casa.

Me pregunto por esa terrible geometría. Y luego me hago cargo de la estupidez y la maldad que llevan a alguien a hacer algo así; y pienso en si hay algo que pueda hacer un profesor para combatirlas. A veces creo que no.

Pero, sobre todo, pienso en las chicas que ya no tendrán la oportunidad de llegar a clase con resaca. Las que no tendrán ocasión de susurrar al compañero de al lado que no se están enterando de nada. Las que no se detendrán un instante tras descubrir algo nuevo acerca de sí mismas entre las páginas de una novela. Las que ya nunca besarán a alguien, violentamente enamoradas, en la parada del bus frente a la facultad.

En primavera es habitual citar el comienzo de La tierra baldía: “Abril es el mes más cruel, hace brotar/ lilas en tierra muerta”. Pero los versos más abisales del poema son otros, precisamente los que me han estado dando vueltas desde la madrugada del lunes:

So many

I had not thought death had undone so many.

(Tantos,

no pensaba que la muerte hubiera deshecho a tantos.)